El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, lo hizo de nuevo: acostumbrado a jugar en los límites, y siempre dispuesto a aprovecharse de los buenos modales de sus oponentes, ahora volvió a hacer lo que mejor le sale. Esto es, incumplir las promesas que viene haciendo desde hace una década a interlocutores que parecen padecer una rara mezcla de ingenuidad y de resignación.
Su última jugada en el tablero antidemocrático que tan bien maneja fue la inhabilitación de María Corina Machado para que participe del incierto cotejo electoral previsto para el segundo semestre del año en curso.
Esa proscripción, impuesta a la candidata opositora por el Tribunal Supremo de Justicia venezolano, vuelve a mostrar a Maduro como un jugador que se adueña del mazo y cambia las reglas de juego cada vez que quiere. Y lo hace porque puede. Hay que decirlo: Maduro juega fuerte porque sus oponentes no hacen precisamente alarde de coherencia.
Sacar a Corina Machado del juego es una manera de garantizarse otro éxito electoral en una compulsa que tendrá los vicios de siempre, aun cuando los veedores internacionales se esfuercen por denunciar las irregularidades de sus comicios amañados, mientras opositores, periodistas y defensores de los derechos humanos gozan de las comodidades de los establecimientos carcelarios del régimen chavista, encerrados ahí tras el remanido recurso de Maduro de denunciar un nuevo complot para asesinarlo.
Sucede que todo vale en el Estado venezolano: mientras sus fuerzas armadas estrechan lazos con la narcoguerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) colombiano, diversas bandas medran a la sombra del Gobierno y de una grosera protección policial, abonando el terreno para que los embarques de cocaína sean cada vez más voluminosos.
En su década al frente de la administración, Maduro –a quien nadie tomaba en serio– ha humillado a la diplomacia norteamericana, a la vaticana y a la de varios países europeos que cayeron en la trampa de legitimar negociaciones en las que la dictadura siempre fugaba hacia adelante. Casi podría hacerse una fácil analogía con aquel Neville Chamberlain al firmar el pacto de Múnich, luego de que Adolf Hitler le aseguró de que se conformaría con Checoslovaquia.
Claro que Maduro no está solo: alrededor de él orbitan Brasil, Colombia, Bolivia, México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Cuba, un listado que deja en clara minoría a los países latinoamericanos que han abogado por una solución al caso venezolano. Hasta hace poco, también Argentina integraba ese pelotón de aliados. El Departamento de Estado norteamericano ya ha probado casi todo y sus cambios de frente han servido para que Maduro siga jugando al gato y el ratón.
Por confusas razones geoestratégicas, Estados Unidos realizó una serie de concesiones que la dictadura ha entendido como lo que son: muestras de debilidad de un oponente sin un norte claro, que siempre termina cediendo.
El final de este capítulo, en todo caso, parece ya estar escrito: Maduro logrará nuevas y poco claras ganancias a cambio de promesas que poco tardará en olvidar. El costo: un país desangrado por la inflación y la falta de horizonte.
