Mientras la guerra en Ucrania cumple su segundo año sin atisbo alguno de final, otros conflictos bélicos, como el de la guerra civil en Siria, el de Myanmar o el más reciente de la Franja de Gaza exponen con crudeza el impacto de toda guerra: el hambre y el desplazamiento de la población civil, con su secuela de crisis sanitaria y habitacional. Paradojalmente, quienes no combaten son quienes aportan el mayor número de víctimas en toda confrontación armada.
Buena parte de esta situación ha quedado expuesta en el informe del secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, en el que pide al Consejo de Seguridad del organismo tomar cartas en una agenda en la que la carrera armamentística y el cambio climático sumergen en el hambre a 735 millones de personas, uno de cada 10 habitantes de este vapuleado mundo.
Una porción considerable de ellos, no menos de 100 millones, son desplazados que, tras huir de los conflictos de sus respectivos países, languidecen hoy en vastos campos de refugiados en la isla de Lampedusa o en suelo francés, o entre las alambradas que separan a Turquía de Grecia. Sin esperanza de que su crítica situación se resuelva pronto, debería acotarse.
No es tampoco ociosa la referencia al cambio climático, que en los últimos años de sequías prolongadas ha agudizado la crisis alimentaria ante la menor producción de alimentos, un punto que debería llevar a la reconsideración a los negacionistas que desestiman dicho cambio en el planeta y lo atribuyen a oscuras conspiraciones izquierdistas: vastas áreas otrora fértiles se desertificaron como consecuencia de la sobrexplotación y del clima extremo, fenómenos que, se anticipa, habrán de agudizarse en los tiempos por venir, con una larga secuela de calamidades.
Por otra parte, recursos enormes –el nuevo paquete de ayuda norteamericana a Ucrania es un buen ejemplo–, fondos que podrían paliar estos problemas, se destinan a munición y misiles, mientras la lista de los países que se rearman crece día a día. Y no es que no existan razones objetivas para ello, lamentablemente.
La sola presunción de que Donald Trump podría volver a la Casa Blanca ha puesto sobre aviso a los países integrantes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), por quienes el controvertido magnate no siente ninguna estima, y los ha llevado a reestructurar sus planes de defensa, alarmados por la imprudencia de sus declaraciones en las que prácticamente incita a Vladimir Putin a avanzar sobre Europa. Y no se trata de tomarlo a la ligera.
El escenario a corto plazo, como puede verse, no es el más propicio para que los países que controlan el Consejo de Seguridad de la ONU se hagan eco del llamado de Guterres a una pronta intervención en beneficio de centenares de millones de seres y muden sus presupuestos militares a ayuda humanitaria: nada, por el momento, permite suponer que el mundo esté enfrentando una epidemia de sentido común. Pero no deja de ser relevante que desde la máxima organización mundial se alcen voces de alarma.
