Los argentinos parecemos enredados en un bucle donde unos celebran gigantescos yerros de gestión mientras otros se atrincheran en la negación de sus propias responsabilidades.
El resultado es un país paralizado por su impotencia de discutir los problemas que lo vienen lastrando, entretenido en la mutua adjudicación de culpas, que en la instancia actual se dividen entre motosierra y casta, para usar los términos consagrados por el presidente Javier Milei.
Es difícil precisar cómo fue que llegamos a este punto, pero sí se puede conjeturar sobre el enorme costo que producirán medidas que parecen tomadas para que algunos aplaudan y otros maldigan, aunque sin dudas dejarán un enorme pasivo para las generaciones futuras.
La decisión de eliminar Vialidad Nacional es una de esas batallas que se ganan a lo Pirro; es decir, perdiendo por el camino lo poco que se tiene.
Hay argumentos sólidos a favor de la medida: ineficiencia, corrupción, despilfarro y un largo etcétera. Sin embargo, ahora se atisba un horizonte oscuro, derivado de la falta de planificación, de las consecuencias de ingresar a un quirófano con la mentada motosierra en lugar de un bisturí.
Bien sabemos lo que el mal uso de la institución ha significado en materia de dispendio de cuantiosos fondos públicos y de obras a medio hacer, pero ello no debería ser el pretexto para ignorar lo que sí se hizo a lo largo de décadas.
Una vez más, la ideologización extrema lleva a adoptar decisiones cuyas consecuencias no se han mensurado o se ha preferido ignorar: la palabra descapitalización es la que corresponde aplicar en este contexto en el que Argentina parece decidida a liquidar lo poco que se salvó del gigantesco remate que fueron los años 1990.
En efecto, si el capital de la Nación es todo lo clavado y plantado, lo que incluye sus carreteras, puentes, diques, centrales eléctricas, gasoductos y demás, la suspensión de toda obra durante un año y medio ha traído aparejado el deterioro de lo que no se ha mantenido ni mejorado, al punto de que en breve algunas de nuestras vías –entre ellas, la estratégica autopista Córdoba-Rosario, cuya construcción demandó décadas– ya no podrán ser reparadas, sino que deberán ser reconstruidas. En cualquier empresa –y el país lo es–, ello implicaría una clara pérdida de activos esenciales.
Nada hay para celebrar en tamaño despropósito, y mucho menos en esa manía de terminar con lo que debería ser administrado y mejorado, a menos que la filosofía en uso sea que administrar es un trabajo complejo, indigno de quienes profesan un ideario que se quiere superior.
La ironía de esta cruzada inútil es que quienes hoy la celebran mañana habrán de despotricar por el pésimo estado de nuestra rutas y la inseguridad vial, por la falta de obras energéticas, por los cortes de gas y por el deterioro generalizado. Para cuando eso suceda, el tiempo y los recursos perdidos ya serán irrecuperables. Y lo que supuestamente hoy se ahorra, habrá que gastarlo entonces.