El Gobierno nacional decidió incorporar la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción en el proyecto del nuevo Código Penal que enviará al Congreso durante las sesiones extraordinarias de diciembre.
La iniciativa ocupa un lugar central dentro de un proceso de reforma más amplio, diseñado por una comisión de juristas y magistrados, junto a los ministerios de Justicia y de Seguridad.
El proyecto presenta modificaciones ambiciosas que buscan actualizar un Código Penal con más de un siglo de vigencia y múltiples parches.
El Gobierno nacional propone cuatro ejes: un endurecimiento general de las penas, la imprescriptibilidad para delitos graves, el cumplimiento efectivo de las condenas y nuevas limitaciones a la liberación anticipada.
Se trata de un intento de ordenar y modernizar el sistema punitivo del país, en sintonía con debates contemporáneos sobre violencia, criminalidad organizada y protección de víctimas.
Dentro de este paquete, la decisión de avanzar con la imprescriptibilidad de la corrupción sobresale por su carga simbólica y práctica. La experiencia nacional exhibió durante décadas una sucesión de causas que se estancaron en trámites interminables.
La prescripción funcionó como aliada de funcionarios y empresarios que cometieron delitos contra el Estado. La posibilidad de que el tiempo diluya la responsabilidad penal constituyó un incentivo para quienes apostaron por maniobras ilícitas con el cálculo de quedar impunes.
La imprescriptibilidad impediría que una simple estrategia dilatoria borre la posibilidad de condena, que los procesos ganen en seriedad y que la sociedad renueve un lazo de confianza con sus instituciones.
Resulta lógico que un delito que perjudica al conjunto, erosiona la legitimidad del Estado y drena recursos públicos reciba un tratamiento excepcional en la estructura penal. Golpear la corrupción en su raíz exige reglas que eviten atajos procesales.
Aun así, la reforma no resolverá por sí sola los problemas de fondo.
La imprescriptibilidad no reemplaza la necesidad de acelerar los tiempos judiciales. Si los tribunales avanzan con expedientes sin ritmo ni orden, si los jueces traban su propia tarea con demoras injustificadas, si las pericias y citaciones se acumulan sin claridad, el resultado final no cambiará de manera sustancial.
La ciudadanía necesita fallos que lleguen a tiempo, con capacidad para reparar daños y fijar responsabilidades.
La política puede modificar códigos, actualizar estructuras y crear nuevas figuras penales. Sin embargo, ninguna reforma tampoco prosperará si la Justicia no conserva independencia real frente al poder político.
Un Código Penal moderno pierde sentido si quienes deben aplicarlo ceden ante presiones, calculan sus fallos en función de coyunturas partidarias o actúan con temor ante eventuales represalias.
Se requieren jueces y fiscales capaces de investigar la corrupción sin importar quién gobierne, con profesionalismo, autonomía y vocación de servicio público.
La iniciativa del Gobierno abre un debate ineludible y necesario. Constituye un paso dentro de una reforma más amplia que busca renovar el sistema penal argentino.
El desafío ahora consiste en acompañar ese avance con un compromiso efectivo para fortalecer la Justicia. Sin independencia, sin rapidez y sin voluntad real de investigar, ninguna reforma logrará dejar atrás la impunidad.

























