Estuvimos cerca, y aún no sabemos cuán lejos estamos, de una guerra de dimensiones mundiales. En los últimos días, la sombra de una conflagración global se proyectó sobre la humanidad como en 1962, cuando la crisis de los misiles cubanos. También esta vez, como en aquel entonces, los impulsores de la escalada (Israel, Irán y Estados Unidos), siempre dispuestos a fugar hacia adelante, decidieron que había llegado la hora de desescalar.
Las grandes potencias coincidieron en que disciplinar a Irán no podía equivaler a arrasarlo, so pena de convertir a Medio Oriente en un inmanejable campo de batalla.
La conclusión fue similar a la de George Bush padre durante la primera Guerra del Golfo, cuando intuyó que acabar con Sadam Hussein era abrir la caja de Pandora.
Tal como ocurrió en los años 1930, el belicismo va dejando poco espacio para la diplomacia, y es bien sabido cómo concluyen esos trámites.
El mundo se está reconfigurando, con Europa peleando una guerra en la retaguardia de Ucrania, mientras Israel es gobernada por quienes han decidido que su país deberá ser la potencia rectora en la región, la misma en la que Siria se ha desconfigurado y Turquía se ilusiona con recuperar los espacios perdidos con la Primera Gran Guerra, y Yemen luce como el nuevo Vietnam para todos los que quieran incursionar en sus arenas.
En ese marco, las rápidas decisiones –previamente consensuadas– de los 32 países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan) tomadas esta semana en La Haya se atienen a la necesidad de acompañar la indescifrable gestión de Donald Trump, quien practica el chantaje político tal como antes lo hizo en los negocios inmobiliarios.
Así, la decisión de todos los países –con excepción de España– de incrementar el gasto en defensa hasta el 5% del producto interno bruto en el próximo quinquenio luce tan lógica como peligrosa.
John Maynard Keynes lo hubiera aprobado: el belicismo promueve la investigación y nuevos desarrollos, inyecta en las economías fondos enormes, genera empleo e inversión, y fabrica potencias, pero crea a la vez el riesgo de nuevas confrontaciones.
Lo saben los historiadores y parecen ignorarlo los políticos. La Alemania de los años 1930 se rearmó a la sombra de una Europa timorata y el costo fue de 60 millones de muertos.
El rearme alemán, limitado durante décadas, será ahora una realidad impuesta por las urgencias de estos tiempos inclementes, lo que resulta comprensible. Sin embargo, el crecimiento del neofascismo en ese país, motorizado por el partido Alternativa para Alemania, abre serios interrogantes. Por ejemplo, la perspectiva de que esas excrecencias del pasado alcancen alguna vez el poder y se encuentren con un formidable arsenal a su disposición.
Semejante perspectiva impone por sí sola la necesidad de nuevos acuerdos multipolares y obliga a preguntar si el mundo está en condiciones de replantear el rol de las devaluadas Naciones Unidas. Por el momento, se trata de una pregunta sin respuesta.
