“La casita del after” no es un mito urbano ni un apodo exagerado. Es el nombre con el que los vecinos de Villa Allende Parque, en el noroeste de la ciudad de Córdoba, bautizaron a una vivienda en la que, desde hace más de 11 años, se realizan fiestas clandestinas que se prolongan hasta el amanecer, con música ensordecedora, descontrol, consumo de alcohol y presuntamente drogas, y una notable estela de violencia.
Así lo reveló un informe de este diario, que recogió las voces de las personas damnificadas y expuso un calvario que parecía interminable.
Vecinos llevan más de una década denunciando lo mismo: que las fiestas alteran su descanso; que hay amenazas permanentes; que circulan autos a toda velocidad, y que incluso se produjeron disparos.
En los últimos días, la situación alcanzó un nuevo punto de gravedad: dos personas que se animaron a denunciar fueron amenazadas a punta de pistola, con advertencias de muerte y de incendiar sus casas.
Una de las víctimas asegura que todo ocurrió frente a un patrullero, que inició una persecución pero sin resultados concretos, con la excusa de que el vehículo en cuestión “se les escapó”.
Después de la publicación de La Voz, las intimidaciones no hicieron más que recrudecer. Queda claro que las mafias que sostienen el negocio de la clandestinidad no sólo operan con total impunidad, sino que además buscan amedrentar a quienes todavía se atreven a reclamar.
Mientras tanto, las respuestas oficiales son parciales, tardías y, sobre todo, insuficientes.
¿Cómo es posible que una situación semejante se prolongue durante 11 años sin que las autoridades municipales y provinciales aporten una solución definitiva?
¿Cómo se explica que se acumulen nueve denuncias formales, varias de ellas por amenazas de muerte y disparos, sin que nada cambie?
La pregunta excede el caso puntual: interpela directamente a la responsabilidad de las instituciones.
La vida en comunidad se sostiene sobre principios básicos de convivencia que van más allá de las normas escritas. Nadie necesita un reglamento para saber que no se puede someter a un barrio entero al insomnio, al miedo y a la violencia permanente.
Y, sin embargo, eso es lo que ocurre en Villa Allende Parque.
El municipio capitalino y la Policía de la Provincia tienen la obligación –no la opción– de garantizar la seguridad y la paz de los vecinos. No se trata de un favor, sino de la razón misma por la que existen.
Resolver este problema de una vez por todas es imperioso. No hay más margen para la indiferencia ni para las excusas.
En ninguna sociedad que se precie de tal se puede aceptar que un grupo de vecinos viva bajo amenaza, intimidado por organizadores de fiestas clandestinas que sostienen esa actividad con violencia e impunidad.
La tolerancia a este tipo de situaciones erosiona el tejido social. Y si el Estado sigue ausente, los vecinos quedarán librados a su suerte, condenados a convivir con un calvario que lleva más de una década.
¿Que más debieran hacer para que esta situación cese?
Nadie se merece eso, ni en Villa Allende Parque ni en ningún lugar del mundo.