El reclamo formal ante la Corte Penal Internacional (CPI) para que se activen las investigaciones por crímenes de lesa humanidad en Venezuela y se ejecute el arresto de los dictadores Nicolás Maduro y Diosdado Cabello ha sido la intervención de mayor relevancia de la diplomacia argentina en los últimos días, en los que el conflicto en aquel país ha escalado de modo significativo.
El régimen que encabezan Maduro y Cabello carece de legitimidad democrática desde que perdió en elecciones, fraguó un resultado fraudulento y resolvió continuar de facto en el ejercicio del poder.
Esa deriva autoritaria del proceso político iniciado por el expresidente Hugo Chávez se produjo primero con el deterioro acelerado de las instituciones civiles en beneficio del poder militar, y luego con la instrumentación de prácticas represivas, violatorias de los derechos humanos.
Esas prácticas fueron denunciadas con solidez probatoria por organismos de la gobernanza internacional y entidades de reconocida trayectoria en la defensa de los derechos humanos. La gravedad de la situación existente en Venezuela tiene además un vasto impacto regional, porque millones de ciudadanos de ese país se vieron forzados al exilio.
Son víctimas que se cuentan por millones, de la migración compulsiva de mayor impacto demográfico en la historia de la región. La situación geopolítica en el Caribe se ha agravado, además, ante la decisión del gobierno de los Estados Unidos de incrementar su presencia militar en la región y elevar la presión sobre la dictadura venezolana, a la que atribuye responsabilidades concretas en la actividad de los cárteles del narcotráfico.
En ese contexto inestable, la posición argentina en La Haya merece ser reivindicada. No sólo por motivaciones puntuales, como el asedio a la embajada en Caracas o la detención arbitraria de un ciudadano argentino: nuestro país está obligado a reclamar el cumplimiento de las normas establecidas como garantía para cualquier individuo por su condición humana.
Es sabido que en más de una ocasión esos pedidos ante la CPI suelen tramitarse con las dificultades propias de un organismo que debe conciliar la vigencia de normas supranacionales con las limitaciones jurisdiccionales del Estado-nación. Dicha circunstancia no exime a la comunidad internacional de su obligación de reclamar el pleno respeto a los derechos humanos y denunciar delitos de lesa humanidad.
En el caso de Venezuela, además, los mandatarios de la región no fueron lo suficientemente firmes para condenar el fraude electoral en ese país ni para exigir transparencia institucional y división de poderes. Esa morosidad ha sido evidente también en los casos de violaciones a los derechos humanos en Cuba y Nicaragua y, más recientemente, también en El Salvador.
Mientras el conflicto evoluciona en un sentido difícil de predecir, conviene a la opinión pública en nuestro país respaldar acciones diplomáticas como las emprendidas en La Haya. Y vigilar con atención que se ciñan a la trayectoria argentina consolidada desde la restauración democrática y se mantengan alejadas de cualquier sesgo de oportunismo político o ideológico.























