Hace décadas un gobierno argentino creyó encontrar la más efectiva de las soluciones para combatir la pobreza. Ante el crecimiento de la villa de emergencia de Puerto Nuevo, consecuencia de la migración desde el interior a la Capital Federal, ordenó la construcción de un largo y alto muro que ocultaba esa realidad a los ojos de los demás ciudadanos y de los turistas.
Desde la despiadada perspectiva actual, algunos podrían afirmar que fue un gobierno adelantado a su época.
Lejos en el tiempo, pero más avanzado en el concepto, el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, cuyo jefe es Jorge Macri, decidió terminar con los desclasados que hurgan en los contenedores de basura en busca de algo utilizable o comestible.
Para lograr ese objetivo, ha establecido una escala de gruesas multas respaldadas por agentes policiales que se dedican a identificar a quienes protagonizan el poco turístico espectáculo de buscarse la vida en un contenedor.
Ya se sabe que quienes no pueden lo más convierten lo menos en batallas capitales. Y lo hacen con un discurso que implica la cuasi eliminación del otro como sujeto de derecho o de simple piedad, esa virtud que el papa Francisco les reclamaba tanto a los creyentes como a los ateos.
No deberíamos extrañarnos de que semejante decisión oficial se tome en estos raros tiempos de excesos de autoridad. Excesos no sólo silenciosamente convalidados o tolerados por un sector significativo de la sociedad, sino también ignorados por buena parte de una dirigencia política de estamentos diversos que prefiere no alzar la voz para no quedar mal ante quienes simpatizan con esas medidas extremas y discriminadoras. La política es negociación, pero ciertos principios debieran ser innegociables.
En este punto, es legítimo preguntarse si quienes votaron a autoridades que eligen como enemigos a aquellos que no tienen quién los proteja lo hicieron para que sus dirigentes se atrincheraran en la defensa de unos cuantos contenedores de basura o, por el contrario, para que se ocuparan del hambre, el desempleo, la marginalidad y la falta de oportunidades.
La medida tomada por el gobierno de Caba bien puede reconocerse en el espejo de aquel general de la última dictadura que quiso terminar con la mendicidad tucumana cargando en camiones del ejército a mendigos y sin techo para depositarlos fuera de los límites de su provincia.
Se trata, en uno y otro caso, de quitar de la vista todo lo que nos recuerde hasta dónde se extiende el fracaso argentino para construir una sociedad más justa y más equitativa.
Se entiende: el espectáculo de la pobreza ajena es como un gigantesco dedo acusador que debe ser borrado para que nadie se sienta responsable del destino de esos seres que quedaron a la deriva.
Si en esa actitud se percibe cierto tufillo inhumano, debe recordarse que el humanismo no está de moda en estos raros tiempos de excesos silenciosamente tolerados.