El Gobierno nacional anunció un aumento salarial del 7,5% para docentes y no docentes universitarios, que se aplicará en tres tramos entre septiembre y noviembre de este año.
La medida incluye, además, un incremento del 3,95% en los haberes de agosto y una suma fija excepcional de $ 25 mil por cargo.
Según lo informado por el Ministerio de Capital Humano, esta decisión busca responder a los reclamos de la comunidad universitaria, en medio del paro nacional que dejó vacías las aulas de más de 50 universidades públicas en todo el país.
El anuncio se produce en un contexto de fuertes reclamos y de conflictividad gremial.
Docentes y no docentes piden una recomposición salarial real frente a la inflación, que acumula más de un 15% en lo que va de 2025, sumada a la pérdida sostenida de poder adquisitivo de los últimos años.
A esto se agrega la falta de convocatoria a paritarias y la imposición unilateral de aumentos, lo que llevó a los sindicatos –entre ellos, Conadu y AGD-UBA– a profundizar las medidas de fuerza bajo la consigna “Con docentes y no docentes bajo la línea de pobreza, no hay universidad posible”.
Desde la Casa Rosada, sin embargo, se defiende lo realizado. Señalan que desde diciembre de 2023 se otorgó un aumento del 345% en los gastos de funcionamiento universitario, además de incrementos acumulados del 111% en los salarios entre enero de 2024 y mayo de 2025.
También destacan la expansión del presupuesto de los hospitales universitarios, con refuerzos millonarios destinados a garantizar su capacidad de atención, docencia e investigación.
En la visión oficial, estas medidas constituyen un esfuerzo inédito en materia de financiamiento educativo.
Es innegable que el anuncio de este aumento es un paso adelante, necesario para tender puentes y asegurar el dictado de clases en lo que resta del año.
Pero también es evidente que el incremento no compensa la caída real de los salarios universitarios, rezagados frente al ritmo de la inflación.
Una política universitaria sostenible debe contemplar mecanismos de actualización más estables y negociados, en lugar de decisiones unilaterales tomadas bajo presión gremial, cuando la protesta es generalizada y acompañada por gran parte de la sociedad.
Por eso, más allá de los números, el Gobierno debería renunciar a la lógica de la confrontación con quienes integran los sectores de la educación superior.
De poco sirve atacar a las universidades o a sus trabajadores; lo que se necesita es un canal de diálogo más abierto y propositivo, que coloque a la comunidad universitaria como socia estratégica en la construcción de un proyecto de país a largo plazo.
La educación superior es un pilar del desarrollo nacional. Sin universidades públicas fortalecidas, que investiguen, formen profesionales y sostengan hospitales de referencia, no hay futuro posible.
El desafío no es menor: garantizar que el talento, la innovación y el conocimiento sigan siendo motores de crecimiento e inclusión social. Más allá de las ideas de cualquier gestión.