Ya pasaron 31 años; demasiados como para que alguien pueda creer que la Justicia logre develar viejas verdades sumidas bajo un manto de impericia e impunidad.
El 18 de julio de 1994 se perpetraba en la Argentina el más luctuoso de los atentados de su historia, el segundo en poco tiempo en un país que se creía a salvo de los sucesos de un mundo globalizado.
La voladura de la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (Amia) ratificó que nuestro país, que se suponía a salvo en el lejano sur del planeta, había quedado a tiro de piedra de los conflictos de la era global.
Mucha agua ha pasado bajo el puente en tres décadas, con una mezcla de manoseo político, Justicia inoperante y hasta cómplice y, también, una dosis de resignación producida por la casi certeza de la opinión pública de que en nuestro país todas las esperas son largas y la mayoría de las veces concluyen en decepción.
Por el camino de todos estos años, se han sucedido presidentes que en cada aniversario prometieron lo que no sabían cómo cumplir.
A ello se sumó una deriva de la política exterior nacional que fue de la sobreactuación de Carlos Menem a la peregrina idea de Cristina Fernández de pactar con Irán una solución operada por los mismos que carecían de interés alguno por el esclarecimiento de los hechos.
Demasiado como para que los argentinos de bien confíen en que alguna vez prevalecerá la verdad acerca de un atentado que dejó 85 víctimas fatales y una estela de dolor e impotencia que se extiende hasta el presente.
Como para ratificar la deriva habitual de las relaciones exteriores argentinas, el presente gobierno nacional resolvió un alineamiento casi simbiótico con el Estado de Israel, motivo harto suficiente para que Irán se conceda el derecho de amenazarnos, lo que revela la clase de régimen que lo gobierna.
Por otro lado, en una decisión largamente esperada, el juez Daniel Rafecas resolvió emprender un juicio en ausencia para iraníes y libaneses implicados en el atentado, un paso alentador aunque tardío, a la vez que se esperan avances en la causa originada por el pacto con Irán.
No dejan de ser buenas noticias, aun cuando los cambios de dirección en estos 30 años, con la muerte del fiscal Alberto Nisman incluida, todo lo ha enturbiado, mientras persisten datos preocupantes, como la incoherencia diplomática que nos caracteriza, la indiferencia de la política, la permeabilidad de nuestros servicios de inteligencia a operaciones dudosas y el histórico descontrol de fronteras y aduanas, un combo preocupante.
Como sea, la apertura de esta nueva etapa en tan largo proceso no debería ser un nuevo espacio para la decepción sino, excepcionalmente, una demostración de que aún podemos procesar el pasado que nos duele.
Las víctimas siguen esperando una respuesta que debería involucrar tanto a la Justicia como a la política y a la sociedad misma.