Cuando evocamos a Adam Smith, tendemos a asociarlo de inmediato con una defensa emblemática del libre comercio y con su crítica clara al mercantilismo, el sistema económico dominante en la Europa de los siglos XVI al XVIII.
El mercantilismo sostenía que la riqueza de una nación dependía de acumular oro y plata mediante un fuerte control estatal del comercio exterior, restricciones a las importaciones, monopolios y privilegios a favor de ciertos sectores específicos para su protección.
Smith cuestionó esa lógica, porque argumentaba que distorsionaba la competencia y frenaba el crecimiento. Aun así, incluso él advertía que la apertura comercial no podía ser abrupta e indiscriminada.
Una lectura atenta de su obra La riqueza de las naciones muestra que el “padre del liberalismo” alertaba que derribar de un golpe todas las barreras podía provocar “una pérdida abultada y permanente” cuando sectores productivos internos, sustentados por capital y trabajo, quedaran expuestos de súbito a competidores extranjeros.
Por ello, proponía una apertura gradual que permita al país adaptarse, reconvertir capital, capacitar mano de obra, mejorar la productividad y evitar el shock social.
Smith también reconocía que existían razones válidas para aplicar ciertos aranceles o restricciones cuando otros países subsidiaban su producción o competían con reglas desiguales. No se trataba de cerrar la economía, sino de evitar la competencia desleal.
Ese razonamiento, lejos de ser una rareza del siglo XVIII, adquiere una relevancia evidente en el mundo actual, donde las diferencias en regulaciones laborales, ambientales o sociales, entre otras, sumadas a las enormes economías de escala de algunos países, pueden generar asimetrías competitivas difíciles de enfrentar.
Apertura estratégica versus proteccionismo ineficiente
Las cifras recientes de la balanza comercial con China refuerzan estas preocupaciones: un saldo comercial negativo que podría acercarse a los US$ 10 mil millones este año evidencia lo difícil que resulta competir con una potencia que reúne amplias economías de escala, costos unitarios muy bajos y una estructura productiva consolidada durante décadas.
En ese contexto, imaginar una competencia “en igualdad de condiciones” sería, como mínimo, ingenuo. Para un país en desarrollo, la apertura indiscriminada frente a economías de ese tamaño y con esas reglas de juego suele derivar en un proceso de desindustrialización acelerada.
Smith lo entendía con claridad cuando advertía que abrir de golpe podía destruir sectores que empleaban a miles de trabajadores y que habían crecido bajo un marco regulatorio específico.
En sus propias palabras: “abrir por completo el comercio de un golpe y a todas las naciones puede descargar no sólo inconvenientes transitorios, sino una pérdida abultada y permanente sobre la mayoría de aquellos cuyo trabajo y capital están hoy ocupados en él. La forma, entonces, en que el comercio debe ser gradualmente abierto, cuáles deben ser las restricciones a suprimir antes y cuáles después, o la forma concreta en que el sistema natural de libertad y justicia debe ser gradualmente restaurado, es algo que debemos dejar que determine la sabiduría de los políticos y legisladores”.
Sin embargo, reconocer estos matices no significa en absoluto justificar políticas comerciales que se vuelven excesivas y arbitrarias, ni mucho menos aquellas diseñadas desde controles opacos que, en lugar de favorecer al conjunto de la sociedad, terminan respondiendo a intereses inconfesables y causando más perjuicios que beneficios.
Argentina es un ejemplo claro de ello: muchas de esas medidas terminaron consolidando oligopolios internos, con poca competencia real, exorbitantes márgenes de rentabilidad y consumidores cautivos.
Las industrias que debían fortalecerse bajo protección no siempre mejoraron su eficiencia y, lejos de ganar competitividad, se volvieron dependientes de un mercado cerrado.
En lugar de impulsar el desarrollo, ciertas políticas proteccionistas mal diseñadas derivaron en productos más caros, menor calidad y oportunidades perdidas para exportar. No generaron inversión, productividad, crecimiento ni empleo formal.
Un debate que Argentina aún no salda
Rescatar a Adam Smith no significa abrazar un libre mercado sin límites, como suele caricaturizárselo. Significa, por un lado, no avalar un cierre económico perpetuo, arbitrario y, en ocasiones, cómplice y, por el otro, entender que la apertura debe ser responsable, guiada por metas claras y orientada a los intereses estratégicos del país.
En definitiva, el libre comercio no es un fin en sí mismo sino una herramienta para el crecimiento y el desarrollo. Y solo funciona cuando se da en condiciones justas, con reglas claras y con un Estado que garantice igualdad de oportunidades para sus productores.
Una apertura bien diseñada puede potenciar inversiones, diversificar exportaciones y mejorar la calidad y los precios de los bienes locales. Pero para que eso ocurra, es necesario diferenciar entre proteger ineficiencias y proteger capacidades estratégicas; entre fomentar competencia y entregar la industria nacional a condiciones desigualitarias.
Licenciada en Administración
