Me parece que no nos viene mal repasar esta virtud.
Decía San Agustín que sabio es el que “pesca” el arte de ser feliz.
Y feliz es el que ama y se sabe amado: amado por Dios y amado por los prójimos (familiares, amigos, compañeros de trabajo, etcétera).
Sabio no es el que sabe mucho, ese es culto. Sabio es el que sabe lo esencial, y lo saborea (sabiduría etimológicamente hace referencia al sabor) y eso esencial lo transmite, lo hace mensaje de vida.
Hay que tener en cuenta que la sabiduría no es aprender mucho de libros, no es acumulación de informaciones. La palabra no viene de “saber”, sino de “saborear”.
Hay hombres cultos, pero no sabios, porque lo que saben no lo gustan y no lo entregan, no les sirve para la vida, personas empachadas de conocimientos.
Y hay hombres y mujeres que quizás no saben leer ni escribir, pero son sabios, van a lo esencial: el arte de ser feliz, la asignatura del amarse y respetarse los unos a los otros, la carrera de asumir el dolor y no tenerle miedo a la muerte, la milagrosa ciencia de conseguir una vida llena de vida.
Y lo hacen mensaje, consejo, no vanidosamente, ni para darse corte, sino para ayudar: abriéndote su alma y hablándote de sus vidas, de sus esperanzas, ¡de lo que a ellos les habían ido enseñando el tiempo y el dolor! (Martín Descalzo).
Un testimonio hermoso de esto lo encontramos en aquella carta que Juan XXIII les escribió a sus padres, muy sencillos, al cumplir 50 años: “Desde que salí de casa, he leído muchos libros y aprendido muchas cosas que ustedes no podían enseñarme. Pero lo poco que aprendí de ustedes en casa es ahora lo más precioso e importante que sostiene y da vida y calor a las demás cosas aprendidas después de tantos años de estudio y enseñanza. De ustedes aprendí a confiar en Dios, a conservar la paz del corazón, a buscar el lado bueno de la gente y de las cosas, a obrar con paciencia y a hacer el bien a todos y nunca el mal”.
(*) Cardenal de Córdoba e integrante de Comipaz