El Gobierno nacional decidió flexibilizar el régimen cambiario como parte de un nuevo acuerdo con el FMI. Se estableció una banda entre $ 1.000 y $ 1.400, en la que el Banco Central podrá intervenir para mantener el tipo de cambio dentro de ese rango. Para personas físicas, ya no hay cepo. Para empresas, el cepo sigue, aunque con excepciones, como la posibilidad de girar divisas al exterior por el ejercicio 2025.
La medida era inevitable: las reservas del Banco Central venían cayendo a un ritmo insostenible. Probablemente sea negativo el impacto sobre la baja de la inflación, los ingresos (salarios y jubilaciones) y la actividad económica. Pero a diferencia de otras veces, hay condiciones para que el daño sea limitado. El equilibrio fiscal –algo inusual en la historia argentina– ayuda a que la suba del dólar no se transforme en una nueva espiral inflacionaria.
¿Alcanza la flexibilización cambiaria para competir en el mundo?
La pregunta clave es si el nuevo régimen cambiario ayuda a resolver los problemas de competitividad que afectan a buena parte de la producción nacional. Para analizarlo, conviene mirar el tipo de cambio real multilateral (TCRM), que publica el Banco Central de la República Argentina, un indicador que mide la competitividad del país frente a sus principales socios comerciales, tomando como base 100 el promedio de la década de 1990.
En diciembre de 2023, justo después de la devaluación, el TCRM saltó a 210. Para abril de 2025, el índice ronda los 105. Y si se asume que el dólar oficial se mueve al techo de la nueva banda, el valor llegaría a 133.
Estos números confirman que las megadevaluaciones generan una mejora transitoria en el tipo de cambio real. El salto inflacionario posterior suele neutralizar rápidamente ese impacto, como sucedió tras la devaluación de diciembre de 2023. Incluso con un dólar más alto, el ajuste cambiario es modesto frente a los desequilibrios estructurales de fondo.
Desde la perspectiva de los sectores productivos urbanos que padecen la falta de competitividad, la flexibilización es necesaria, pero claramente insuficiente. No es una crítica a la medida, sino un llamado de atención: la política cambiaria, por sí sola, no resuelve los problemas que traban la producción y el empleo.
Más importante que la flexibilización son las reformas estructurales.
El punto más débil de los anuncios del Gobierno es la ausencia total de referencias al Acta de Mayo. Este decálogo, presentado por el Presidente al iniciar su mandato, establece una agenda de reformas estructurales clave para mejorar la competitividad.
En contraste, los acuerdos con el FMI se enfocan en medidas de corto plazo y muestran una marcada debilidad en cuanto a reformas profundas. La mención a la reforma laboral es apenas superficial, y la reforma previsional queda postergada hasta fines de 2026.
Incluso en un tema crucial como la reforma tributaria, el acuerdo es vago: sólo se contempla, hacia fin de año, una eventual reducción gradual de impuestos distorsivos como el IVA ampliado y el impuesto al cheque. El único compromiso concreto a corto plazo es la creación de un padrón único de beneficiarios sociales, una promesa repetida y nunca cumplida.
Pero lo que se omite en los anuncios cobra aún más relevancia en el contexto internacional actual. La decisión de Donald Trump de subir aranceles a productos importados, incluidos el acero y el aluminio argentinos, es un ejemplo de hacia dónde se encamina el mundo: más proteccionismo, menos reglas multilaterales.
La respuesta no es cerrar más la economía, sino más bien abrirla de manera inteligente. Y para eso hay que encarar las reformas que mejoren la competitividad real: sistema tributario, marco laboral, reforma previsional, modernización del Estado.