Semanas atrás se viralizó en redes sociales un ping pong verbal entre dos jóvenes empresarios, uno argentino y otro paraguayo. El foco fue contrastar los impuestos que paga cada uno en sus países.
En la comparación, Oliver Maltz, de la industria plástica local, perdió en todos los ítems contra los números que aportó Nicolás Riquelme, de la Unión Industrial Paraguaya.
Desde costos laborales hasta el IVA, pasando por Ingresos Brutos, Ganancias y tasas municipales: todo es más caro en la Argentina.
Ese es uno de los principales argumentos que esgrime la industria cuando advierte que está en desventaja para competir contra la importación. Lo mismo para quienes exportan, porque tienen que absorber esa carga para no quedar fuera de mercado.
El punto fiscal es, a la vez, una de las puertas a otra discusión de fondo: en el remapeo de sectores que experimenta el país, ¿en qué rubros se especializará? ¿Qué dejará de producir y cómo planea gestionar las reconversiones necesarias?
Esta semana, muchos se preguntaron si la industria de línea blanca (heladeras, lavarropas, cocinas y equipos de aire acondicionado, entre otros) tiene o no sustentabilidad productiva en Argentina, en un escenario en el que coexisten altos costos, más importaciones, una demanda interna tibia y un pasado fresco de precios inflados y sin competencia.
El disparador fue el intempestivo cierre de la planta de la estadounidense Whirlpool en la localidad bonaerense de Pilar, con una sangría de 220 puestos de trabajo formales.
El complejo, en el que se habían invertido más de U$S 50 millones hace apenas tres años, tiene una capacidad instalada para fabricar un lavarropas cada 40 segundos y el plan era exportar 70% de la producción. Ahora la firma importará todo.
Más allá de las particularidades del caso, la decisión golpeó el espinel del sector, que ya viene recalibrando. En Córdoba, por ejemplo, la filial argentina de la mejicana Mabe decidió semanas atrás concentrar sus operaciones en Luque, lo que implicó cambios de todo tipo para 150 empleos en Río Segundo.
Muchas señales, cero respuestas
Cuando habla en público, Paolo Rocca no pasa inadvertido. En el reciente encuentro anual de la Unión Industrial Argentina (UIA), el CEO de Grupo Techint puso el dedo en la llaga importadora que le pega por todos los costados a la firma.
Dijo que el ingreso de lavarropas fabricados afuera (en especial, China y Brasil) pasó de 5.000 a 87 mil unidades por mes. En el caso de las heladeras, el salto fue de 10 mil a 80 mil, favorecido por un recorte en los aranceles.
Gustavo Scarpetta, especialista en comercio exterior, apuntó que en ocho meses se ha importado la misma cantidad de lavarropas que en ocho años, aunque es justo aclarar que eso habla más del encierro pasado que del presente aperturista.
De hecho, la Argentina sigue estando entre las economías más cerradas del mundo y con el segundo nivel arancelario más alto de Latinoamérica.
Eso no impugna el fenómeno que atraviesa la industria, aun cuando nadie haya solicitado, por ejemplo, una cláusula de salvaguardia, mecanismo creado por la Organización Mundial de Comercio (OMC) para atenuar los impactos de importaciones con efectos nocivos.
También llama la atención que, en sus casi dos años de gestión, el gobierno de Javier Milei no haya dado señal alguna de pensar en una política industrial.
Es cierto que las reformas (laboral y tributaria) que pretende impulsar el oficialismo, todavía en fase embrionaria, impactarán en toda la trama productiva, pero no son condiciones suficientes para resolver qué modelo industrial se incentivará para volver a crecer, a generar empleo de calidad y a reinsertarse de manera inteligente en el mundo.
