Detrás de los plazos de vencimiento que ya están encadenando el calendario electoral –y que concentran casi toda la atención de la política–, hacen fila los puntos de la agenda que el empresariado aspira a que dominen la discusión de reformas en 2026.
“A la macroeconomía le están sobrando seis meses”, lanzó, irónico, un influyente ejecutivo industrial en los pasillos del Foro Internacional Automotriz de Córdoba (Fiac), que se realizó en esta ciudad. Hacía referencia a cómo sigue la película tras la fase que implicó suturar el déficit fiscal y encaminar la estabilización de la economía.
Las elecciones de medio término abren un paréntesis que, en los niveles promedio de actividad, empieza a manifestarse con una pausa en el desigual proceso de recuperación.
En junio, por caso, la industria cayó 1,2% en comparación con mayo. Y aunque tuvo una distancia positiva de 9,3% interanual, quienes siguen de cerca esos números advierten que lo preocupante es lo que muestra la tendencia del ciclo. Esa métrica refleja un continuo deterioro que hunde el dedo mes a mes.
En el mercado, ya se habla de un dibujo con la forma de una raíz cuadrada, en alusión a que, después del rebote que trazó una ve corta, empieza a formarse una línea recta. Con la mira en el telón de fondo, el Ieral lo bautizó “techo de cristal”. ¿Será el peldaño previo al segundo tiempo? ¿Cómo llegará el músculo productivo a las playas de 2026?
Elecciones y después
El Gobierno nacional promete que después de las elecciones legislativas llegará el momento de poner en marcha las reformas de segunda generación. En la línea de largada se apiñan varias, pero es sintomática la marea alta que se ha formado con los planteos impositivos, sobre todo para forzar el goteo de la presión hacia las provincias y municipalidades.
Para el Ieral, las deficiencias del sistema tributario están entre las principales causas de ese techo de cristal al que alude para explicar la desaceleración en el ritmo de recuperación.
El economista Osvaldo Giordano, quien está al frente de ese instituto de la Fundación Mediterránea, insiste en el falso dilema de supeditar la eliminación de ciertos tributos a la baja del gasto público.
Calcula, a trazo grueso, que los impuestos que urge sacar equivalen a alrededor del 7,6% del producto interno bruto (PIB). E identifica a los malos de la película: Ingresos Brutos, el impuesto al cheque, las retenciones, Sellos y las tasas municipales sobre las ventas.
La complejidad, queda claro, es que esos tributos involucran discusiones simultáneas con Nación, gobernadores e intendentes.
El ministro de Economía, Luis Caputo, convertido casi en columnista fijo del canal oficialista de streaming Carajo, anticipó que hay dos gravámenes en la mira: los derechos de exportación y el Impuesto a los Débitos y Créditos Bancarios.
En la actualidad, sólo 28 países aplican retenciones a las ventas externas. Con datos estadísticos, el analista Gustavo Scarpetta, del Centro de Investigación en Exportaciones y Negocios Internacionales (Cien), refleja cómo el impacto en la recaudación fiscal choca con el bajo crecimiento exportador.
El impuesto al cheque, en tanto, es hijo de la crisis de 2001 y, aunque fue gestado por el exministro de Economía Domingo Cavallo como una medida de emergencia, terminó siendo renovado todos los años por los sucesivos gobiernos.
Ingresos Brutos se aplica desde 1977 y debería haber sido dado de baja en 1995, según lo acordado dos años antes en un pacto fiscal. Pero el “efecto tequila” (crisis en México a finales de 1994) pateó la decisión, y la dependencia de ese tributo fue creciendo de forma tal que, en promedio, explica el 70% de los recursos propios en las provincias.
Es cierto que los factores que inciden en la competitividad no se reducen sólo al universo fiscal, pero en una carrera global en la que los más rápidos viajan “livianos”, la única manera de seguir adelante es aliviando esa mochila.