La salida del cepo cambiario y la apreciación del tipo de cambio real pueden ser vistas como una buena noticia desde la óptica inflacionaria, especialmente si se considera el esfuerzo del Gobierno por lograr un superávit fiscal. Pero, desde la mirada de la producción nacional, este nivel de tipo de cambio acentúa un problema de fondo: la pérdida de competitividad. Exportar sigue siendo difícil, y competir con productos importados, todavía más.
Este conflicto entre metas –estabilidad de precios vs. impulso a la producción– termina trasladándose a las políticas públicas. Las entidades empresariales reclaman una menor presión impositiva para poder competir en igualdad de condiciones. El Gobierno, por su parte, advierte que el margen para reducir impuestos sin afectar el equilibrio fiscal es muy limitado.
En el corto plazo, estas posiciones parecen imposibles de conciliar, y eso alimenta discusiones permanentes, sin resultados concretos. ¿Cuáles son los impuestos que, pese a su peso en la recaudación, están asfixiando la competitividad de la economía?
Impuestos que destruyen la competitividad
En Argentina, varios impuestos cumplen una doble función: son esenciales para financiar al Estado, pero al mismo tiempo perjudican seriamente la competitividad de la economía. La magnitud del problema se refleja en los datos del Ministerio de Economía para 2024.
El impuesto al cheque recaudó el 1,6% del PIB y los derechos de exportación, el 1%. A nivel provincial, el Impuesto a los Ingresos Brutos representó un 4,2% del PIB y el Impuesto a los Sellos, un 0,4%. Por su parte, la Tasa de Industria y Comercio en los municipios sumó un 0,8% del PIB. En conjunto, estos tributos distorsivos generan ingresos por el equivalente al 8% del PIB, lo que representa casi un 30% de todos los recursos que maneja el sector público en sus distintos niveles.
Este dato muestra una contradicción central: eliminar o reducir estos impuestos sin otra fuente de financiamiento implicaría volver al déficit fiscal. Pero mantenerlos significa seguir perjudicando la competitividad del país.
El problema de fondo es que estos impuestos no son neutros. A diferencia del IVA, que puede identificarse y reembolsarse al exportador, el cheque, Ingresos Brutos, Sellos y las tasas municipales quedan incorporados en los costos de producción. No se pueden desagregar ni devolver, lo que los convierte en un lastre para las exportaciones. El resultado: los productos argentinos llegan más caros al exterior, mientras que los de otros países, libres de este tipo de cargas, ganan espacio en los mercados.
La desventaja también se da puertas adentro. Un producto importado suele atravesar menos etapas de producción, lo que reduce la acumulación de impuestos distorsivos en su precio final. Así, termina compitiendo en mejores condiciones que uno producido localmente, que carga con tributos en cada eslabón de la cadena.
En cambio, el IVA es un impuesto neutral. Se devuelve cuando se exporta y grava de igual forma a bienes nacionales e importados. No interfiere con la competitividad. Por eso, los verdaderos enemigos de la producción nacional son los impuestos que no se ven pero se sienten: el cheque, Ingresos Brutos, Sellos y tasas locales. Son estos los que encarecen lo que producimos y venden otros más barato. En resumen, exportamos impuestos e importamos desventajas.
Cómo mejorar competitividad sin bajar recaudación
Es posible mejorar la competitividad sin reducir la recaudación si se reemplazan impuestos distorsivos por impuestos neutros, como el IVA. Una opción sería crear un “super-IVA”, que absorba Ingresos Brutos, el Impuesto a los Sellos y tasas municipales. Esto permitiría, por un lado, dejar de “exportar impuestos” y, por el otro, aliviar la carga fiscal que hoy pesa más sobre la producción nacional que sobre los productos importados.