En la Argentina, los mercados financieros y la política suelen relacionarse de maneras extrañas. Lo visto en las últimas semanas es una muestra clara: un Gobierno nacional que parecía tener el partido ganado, pero que decidió arriesgar demasiado en los últimos minutos.
Lo económico y lo político se entrelazan. El reciente aumento del dólar, la tasa de interés y del riesgo país no se explican sólo por un escándalo coyuntural: detrás hay dudas de sostenibilidad sobre la política monetaria y financiera.
El mercado percibe que el esquema actual está sobreintervenido y, al mismo tiempo, se sorprendió por la velocidad con la que el Gobierno decidió desarmar las Lefi (antes Leliq), una herramienta clave para sostener la rentabilidad y el dinero en caja (liquidez) de los bancos.
En otras palabras, se tocaron los dos resortes vitales del sistema financiero: rentabilidad y liquidez. En los últimos 60 días, se dieron licitaciones improvisadas, suba de encajes en varias tandas y medidas que parecen responder más a la urgencia que a un plan ordenado.
El apretón monetario
El corazón del problema, con los actuales encajes y tasas de interés, es que el mercado de crédito para producir y consumir se vuelve inviable.
El sistema bancario argentino, sobredimensionado en relación con la demanda real, depende desde hace décadas de colocar dinero en bonos públicos o en operaciones con el Banco Central. Al cambiar esas reglas de golpe, se cortó de raíz la principal fuente de rentabilidad y se complicó el esquema de liquidez o dinero disponible en caja de los bancos.
El resultado: un sector que venía creciendo en colocación de crédito, se topa ahora con un freno abrupto. La economía real se aleja de la posibilidad de recibir financiamiento en cantidad y calidad, golpeando tanto a las empresas como a las familias.
Una tormenta que enloda la realidad
El panorama se parece a una tormenta que dificulta el desarrollo normal del partido económico.
De un lado, un gobierno con apoyos importantes tales como el del presidente estadounidense Donald Trump, el Fondo Monetario Internacional (FMI), algunos grandes jugadores del mercado, empresarios y prominentes dueños de empresas que cotizan en Nueva York, que le otorgan un aire distinto al que tuvieron otras gestiones en crisis.
Del otro, una sucesión de medidas que parecen agotar los trucos financieros y generan más dudas que certezas.

El asunto de fondo es el reacomodamiento de los precios relativos: dólar, tarifas, retenciones y salarios. Este ajuste de largo plazo, inevitable en todos ellos o en algunos, obliga a empresas y a familias a replantearse cómo producir y vivir en el nuevo escenario.
Para las empresas, el dilema es binario: invertir o reducir producción, sostenerse o cerrar. Para las familias, que no cierran, el ajuste es más silencioso pero igualmente real. Para empezar deberán cargar menos combustible, caminar más, usar más transporte público, revisar el gasto educativo y resignar salidas.
Adaptarse o quedar atrás
La economía argentina, como la vida misma, impone adaptaciones. Lo vivimos en las crisis de los años ‘80, ‘90 y en el inicio de este siglo. Algunos logran salir fortalecidos, otros quedan rezagados. El darwinismo económico que promueve este Gobierno consciente o inconscientemente funciona así: cada familia, cada empresa, debe escribir su propia historia de supervivencia, éxito o fracaso.
Hoy los asalariados formales, públicos y privados, han recuperado algo de poder adquisitivo, aunque la brecha con siete u ocho años atrás sigue siendo enorme y la percepción de bienestar de corto plazo ingresa en un impasse.
En el caso de los trabajadores informales, quienes venían más castigados en años anteriores, han mejorado sus ingresos a mejor velocidad y, al ser un sector con ingresos más bajos, la baja de la inflación les permite organizarse mejor en el día a día.
En el extremo opuesto, los sectores de mejores ingresos tienen acceso al consumo de bienes de lujo, pueden viajar al exterior o atesorar dólares sin restricciones.
Pero lo cierto es que una gran parte de la clase media se enfrenta a la necesidad de recalcular, ajustar, resignar y reacomodarse. Los grupos familiares que ganan entre $ 1,5 millones y $ 3 millones por mes, la amplia franja de la clase media, deberán elegir entre intentar “salir por arriba” o ajustar su estilo de vida.
Un final abierto
Lo que se juega en los próximos meses no es sólo una cuestión electoral o financiera. Es un proceso más profundo: redefinir las reglas del juego económico para la próxima década. El dólar, las tarifas, los salarios y los impuestos marcarán la cancha donde empresas y familias deberán aprender a moverse.
El desafío es enorme. Si el Gobierno logra ordenar las variables, podrá abrir un ciclo de relativa estabilidad en la que pueda prender un crecimiento robusto y sostenido de la economía. Si no, el costo lo pagaremos todos, en forma de más incertidumbre, más ajustes y menos futuro.
Como en el fútbol, no alcanza con ir ganando 2 a 0 si en los últimos cinco minutos uno se dedica a provocar al rival y a la hinchada contraria, porque el partido puede terminar mucho más complicado de lo que parecía.
(*) Economista.