La economía argentina comienza a estabilizarse tras años de crisis. La inflación bajó de forma sostenida y, por primera vez en cinco años, la tasa mensual cayó por debajo del 2%. La flexibilización cambiaria redujo brechas y mejoró las expectativas.
Aunque persisten diferencias entre sectores, la actividad repunta: en marzo, el Emae creció 5,6% en forma interanual, impulsado por energía, agroindustria y minería. Se perfila así una etapa más ordenada, sostenida por disciplina fiscal y menor inflación.
La desinflación trajo alivio, pero también expuso debilidades estructurales que venían ocultas. Durante años, muchas empresas priorizaron la supervivencia: acumular stock, negociar plazos y ajustar precios era más importante que mejorar la eficiencia.
Hoy, con mayor estabilidad y apertura comercial, ya no alcanza con defenderse: la falta de competitividad no puede compensarse con aumentos de precios ni con distorsiones del mercado. El foco debe cambiar hacia lo esencial: aumentar la productividad.
Este cambio requiere una transformación interna en las empresas, pero no alcanza sin mejoras en el entorno. Más allá del tipo de cambio, persisten problemas estructurales que frenan la competitividad.
El principal freno a la competitividad: el sistema tributario
Una medida urgente es eliminar impuestos distorsivos. Esto lleva a abordar uno de los principales obstáculos a la productividad: el impuesto a los Ingresos Brutos.
Se trata de una fuente de financiamiento clave para las provincias, ya que representa en promedio el 26% de sus ingresos totales. En las cinco jurisdicciones más grandes, esa proporción llega al 34%. Buena parte de esta recaudación –cerca del 60%– proviene de regímenes de pago adelantado, como el Sircreb, que anticipan la cobranza sobre bases presuntas.
Este esquema presenta un doble condicionante. Por un lado, muestra que Ingresos Brutos es fiscalmente central, por lo que eliminarlo sin una fuente de reemplazo resulta inviable. Por otro lado, revela su alta dependencia de mecanismos que no están directamente vinculados a la actividad económica real, lo que genera múltiples distorsiones.
Ingresos Brutos, junto con muchas tasas municipales, son tributos rudimentarios y regresivos. Su reducción parcial, como se intentó en el Consenso Fiscal de 2017, no resuelve los problemas estructurales. Incluso con alícuotas más bajas, persisten la complejidad administrativa, la inseguridad jurídica y la acumulación de saldos a favor que las empresas muchas veces no logran recuperar.
Al gravar las ventas en lugar del valor agregado, impactan con especial dureza sobre actividades de bajo margen. También generan una carga oculta difícil de medir, que encarece los productos y reduce la competitividad.
Además, estos impuestos no se reintegran en las exportaciones, lo que penaliza al sector externo al reducir su competitividad. Tampoco afectan a productos importados en la misma proporción, ya que estos no arrastran la carga tributaria acumulada en las distintas etapas del proceso productivo local.
¿Alcanza con bajar impuestos?
Frente a este panorama, reducir alícuotas no alcanza. El camino más efectivo es reemplazar estos tributos por un “Súper IVA”: un impuesto al valor agregado fortalecido, compartido entre Nación y provincias. Este modelo presenta ventajas significativas. Es más simple de administrar, más difícil de evadir, transparente en su impacto sobre los precios y jurídicamente más claro.
Además, al gravar el valor agregado en lugar de las ventas, no castiga la competitividad ni introduce distorsiones acumulativas.
Para avanzar en este sentido, es necesario repensar no sólo el impuesto en sí, sino también su esquema de distribución. El objetivo debería ser que cada provincia y municipio se financie, en la medida de lo posible, con los tributos generados en su propio territorio. A su vez, un fondo de nivelación podría compensar las diferencias estructurales de recaudación entre regiones, especialmente para evitar desfinanciar a las provincias del norte.
En definitiva, reemplazar Ingresos Brutos y tasas locales por un “Súper IVA” no es sólo una cuestión fiscal: es una condición para mejorar la competitividad, reducir la informalidad y sentar bases sólidas para una economía más productiva.
*Economista de Idesa