Fue un líder mundial, pero nunca dejó ser un actor protagónico de las cuestiones domésticas de su país, en el amplio sentido de lo social y lo político.
Jorge Mario Bergoglio abrazó de joven la vocación religiosa pero siempre transida por una participación política, no el sentido estrictamente partidario pero sí de incidencia muy concreta.
Se la ha catalogado de muchas maneras, pero en especial se le atribuía adhesión al justicialismo.
Él mismo negó esa filiación en el libro de los periodistas Javier Cámara y Sebastián Pfaffen Aquel Francisco. “Yo siempre fui inquieto desde lo político”, narra Bergoglio para agregar que venía de “una familia radical”, que adhirió a ideas de izquierda en la juventud y que acompañó a distintos grupos políticos, algunos ligados al peronismo, pero nunca se afilió “a ningún partido”.
En 2015, se planteó en una entrevista: “No soy peronista y si lo fuera, ¿qué tendría de malo?”
Más allá de tomar distancia de las cuestiones partidarias, el fallecido pontífice siempre se identificó de la llamada doctrina social de la Iglesia y tuvo abierta cercanía con los movimientos sociales.
Esa impronta ideológica signó no sólo su papado sino también su etapa anterior como jefe de la Iglesia argentina.
Los suyos siempre cuestionaron las interpretaciones y lecturas sobre la incidencia de Bergoglio en la política argentina y reprocharon que en su tierra no se lo considerase como un líder global.
Pero lo cierto es que con gestos y a veces con mucho más que gestos, Francisco fue un actor privilegiado de la política nacional desde su llegada misma al Vaticano.
En cada gestión
En aquel momento, marzo de 2013, Cristina Fernández de Kirchner estaba en su segundo mandato. Bergoglio venía teniendo posiciones críticas hacia su gestión, en especial después del conflicto con el campo de 2008.
Néstor Kirchner lo llamaba el “jefe espiritual de la oposición”.
Antes del cónclave en la Capilla Sixtina para designar al reemplazante de Benedicto XVI, sabiendo que el argentino era papable, el kirchnerismo hizo llegar un libro en el que se lo relacionaba con la represión ilegal en la dictadura.
Encabezaba esa ofensiva Horacio Verbitsky, el periodista que se había reconvertido después de ser vocero de la Aeronáutica y sospechado de doble agente en la dictadura. Bergoglio reveló que el kirchnerismo presionó para que lo condenaran por la desaparición de dos curas jesuitas.
Poco después, Página 12 borró las notas de Verbitsky en las que acusaba al exarzobispo de Buenos Aires. La Justicia nunca tuvo una sola acusación en su contra.
Aquel 13 de marzo de 2013, pocas horas después de la unción de Bergoglio, Cristina encabezó un acto en Tecnópolis en el que sin mencionar siquiera su condición de argentino dijo: “Por primera vez en la historia va a haber un Papa que pertenece a Latinoamérica. Que esa opción por San Francisco de Asís, la opción de los pobres, sea realmente la opción que puedan hacer las altas jerarquías. Este es un gobierno que ha estado siempre optando por los que menos tienen y eso es lo que muchos no nos han perdonado”. Estaba pasándole factura al mismo que decía felicitar. La militancia K en el lugar silbó al nuevo pontífice.

Pero todo cambió rápido. La presidenta y el nuevo pontífice descubrieron que se necesitaban mutuamente. Francisco se olvidó que el kirchnerismo lo había intentado meter preso y Cristina archivó todos los duros cuestionamientos que hacía el arzobispo de Buenos Aires hacia su gestión.
Tuvieron varios encuentros en el Vaticano, donde lucieron sonrientes y distendidos, contactos telefónicos frecuentes y emisarios de ambos que iban y venían de Buenos Aires a Roma con gestos muy cargados.
Francisco empezó a ser un referente para la progresía K y generar rechazos en otros sectores políticos, que reflotaron aquello del “Papa peronista”.
La grieta que dominaba a la política y la sociedad argentina lo tenían a Francisco como un actor más.
Desde el Vaticano, el Papa jugaba fuerte mientras mandaba mensajes que pretendía superar antinomias y que no volvería a su tierra hasta que se apaciguaran esos ánimos. Nunca ocurrió.
En una especie de recreación de aquella escena de los peregrinajes a Madrid a escuchar los mensajes de Juan Domingo Perón en el exilio, cada uno volvía de Roma con una palabra que significaba (o pretendía significar) algo. Más los rosarios bendecidos para condenados por corrupción, más designaciones en lugares de la burocracia vaticana como el dirigente social K Juan Grabois, más las posiciones laxas ante regímenes con los que el kirchnerismo tenía alianzas y simpatías.
Lo mismo por el Vaticano desfilaban referentes de casi todo el espectro político.
Cuando llegó Mauricio Macri y su coalición de centroderecha al poder la gestualidad adquirió otra potencia.
Francisco pertenecía a un sector de la Iglesia que veía con recelo al liberalismo económico, a lo que se sumaba algunas cuestiones personales con el nuevo presidente y dos colaboradores muy cercanos, el consultor Jaime Durán Barba y el jefe de Gabinete Marcos Peña.
A Macri le seguía cuestionando que no haya frenado el primer casamiento entre homosexuales que se hizo en la ciudad de Buenos Aires antes de la aprobación de la ley de matrimonio igualitario.
A Durán Barba no le perdonó jamás que haya escrito y repetido que la Iglesia era una institución anacrónica y que los líderes religiosos no influyen en la conducta de los votantes.
Lo cierto es que aquel gesto adusto y frío del breve encuentro en el que recibió a Macri a dos meses de haber asumido la Presidencia marcó un contraste con las expresiones que tenía con Cristina y fue más que un mensaje político.
Francisco modificó algo la expresión de su rostro en el segundo encuentro con Macri pero no alcanzó para despejar una relación tensa y distante con la gestión cambiemista, que no sólo se trasladó a una cuestión de líderes políticos sino que generó resquemores en parte de una sociedad de larga tradición católica.
Se llegó adjudicarle a Francisco haber influido en la reunificación del peronismo que desembocó en la fórmula de los Fernández, pero no hay un solo documento o testimonio serio que lo avale.
Lo cierto es que la gestión de Alberto Fernández se referenció fuerte en la figura del Papa, al punto de ponerle Francisco a su hijo, aunque ninguna bendición religiosa o política logró salvarlo de la debacle.
La llegada de Javier Milei al poder rompió con todos los moldes de la política argentina y la Iglesia hizo equilibrios ante la irrupción del libertario, que había sido ofensivo y agresivo contra el Papa.

Francisco rápidamente lo disculpó y recibió a Milei con una abierta camaradería y afecto en una larga charla en la biblioteca vaticana.
Pero las diferencias sobre los temas medulares estaban más que expuestas entre el pensamiento de Milei y el de Bergoglio.
De hecho, las últimas expresiones del Papa sobre el gobierno de su país fueron muy duras. Habló, entre otras cosas, de que el Gobierno en vez de retribuir con justicia social el reclamo de los jubilados, lo hizo “con gas pimienta”. No hubo respuestas desde el Gobierno.
Milei albergaba la esperanza de recibir en su suelo al argentino que llegó al puesto de liderazgo mundial más alto.