El conflicto entre India y Pakistán es uno de los más prolongados y peligrosos del mundo, especialmente por tratarse de dos potencias nucleares.
Su origen se remonta a la partición de la India británica en 1947, cuando el subcontinente se dividió en dos estados: India (de mayoría hindú) y Pakistán (de mayoría musulmana).
La disputa central gira en torno a la región de Cachemira, cuyo gobernante, un maharajá hindú que dirigía un territorio de mayoría musulmana, decidió unirse a India, lo que desencadenó la primera guerra indo-paquistaní (1947-1948).
El conflicto terminó con la creación de una línea de alto el fuego que dividió la región en una zona administrada por India (Jammu y Cachemira) y otra controlada por Pakistán (Azad Kashmir y Gilgit-Baltistán).
Esta división, consolidada en 1972 como la Línea de Control (LOC), nunca fue aceptada plenamente por ninguno de los dos países, que siguen reclamando la totalidad del territorio.
Tensiones en aumento
A lo largo de los años, las tensiones han escalado en múltiples ocasiones, incluyendo guerras en 1965 y en 1971 (esta última resultó en la independencia de Bangladesh, antes Pakistán Oriental).
La introducción de armas nucleares por parte de ambos países en 1974 (India) y en 1998 (Pakistán) aumentó los riesgos de cualquier confrontación. Pakistán ha sido acusado repetidamente de apoyar a grupos militantes en Cachemira, como Lashkar-e-Taiba (LeT) y Jaish-e-Mohammed (JeM), para presionar a India.
Uno de los episodios más graves fue el ataque de 2008 en Mumbái, donde militantes vinculados a LeT mataron a 166 personas, incluyendo seis estadounidenses.
India responsabilizó al ISI (la agencia de inteligencia paquistaní), lo que llevó a una severa crisis diplomática.
En años recientes, las tensiones han seguido aumentando. En 2019, un ataque en Pulwama (Cachemira india) dejó 40 soldados indios muertos, lo que llevó a India a realizar ataques aéreos en territorio paquistaní.
Poco después, el gobierno indio revocó el artículo 370 de su Constitución, que eliminaba el estatus especial de Jammu y de Cachemira y aumentaba el control directo de Nueva Delhi sobre la región.
Esto fue visto como una provocación por Pakistán y generó protestas en Cachemira. Desde entonces, la región ha experimentado una fuerte militarización, represión de manifestaciones y cortes de comunicaciones.
En abril de 2025, un nuevo ataque mortal en Pahalgam (con 26 víctimas) llevó a otra escalada. India culpó a Pakistán de respaldar a los militantes, mientras que Islamabad lo negó y sugirió que podría tratarse de una operación de “bandera falsa”.
Como represalia, India suspendió el Tratado de Aguas del Indo (un acuerdo clave para compartir recursos hídricos), cerró fronteras y canceló acuerdos de visas. Pakistán, por su parte, bloqueó el espacio aéreo a aviones indios y suspendió el comercio bilateral.
Ambos ejércitos han intercambiado fuego casi a diario en la LOC, y Pakistán advirtió que cualquier alteración en el flujo de agua del río Indo sería considerada un “acto de guerra”.
La comunidad internacional, incluidos Estados Unidos y China, ha pedido moderación, pero el riesgo de una escalada mayor persiste. Con ambos países armados nuclearmente y con gobiernos que utilizan una retórica nacionalista, cualquier error de cálculo podría tener consecuencias catastróficas.
Aunque en el pasado se lograron acuerdos de alto el fuego (como el de 2003), la desconfianza mutua y los intereses geopolíticos hacen que una solución pacífica parezca lejana.
Herencia colonialista
Mientras tanto, la población de Cachemira sigue atrapada en un ciclo de violencia, militarización y represión, con pocas esperanzas de una resolución duradera.
El conflicto indo-paquistaní no es una excepción, sino parte de un patrón: las potencias coloniales dibujaron fronteras sin considerar realidades étnicas, religiosas o culturales, dejando tras de sí estados artificiales y conflictos perpetuos.
Cachemira es sólo un ejemplo más de cómo el desorden geopolítico del siglo 19 sigue causando tragedias en el 21.
Mientras India y Pakistán se enfrascan en una rivalidad que beneficia más a sus elites políticas que a sus pueblos, los cachemires –atrapados en el medio– siguen pagando el precio.
La militarización, las violaciones de derechos humanos y la represión continúan, mientras el mundo observa con preocupación, pero sin vislumbrar una solución real.
El colonialismo británico puede haber terminado formalmente, pero su legado de fronteras absurdas y de divisiones artificiales sigue vivo. Hasta que se aborden estas heridas históricas con justicia –y no con más nacionalismos excluyentes–, el ciclo de violencia no terminará.