En Europa, cuando todo parecía avanzar bajo la lógica previsible de una transición ecológica basada en renovables y gas ruso barato, irrumpió un “cisne negro”. Aquello que no debía suceder sucedió: un giro abrupto en el tablero geopolítico dejó al continente frente a una crisis energética sin precedentes. La interrupción del suministro ruso obligó a la Unión Europea a implementar respuestas de emergencia, muchas de ellas tecnológicas y financieras, pero a un costo elevado. La energía se encareció drásticamente, afectando la competitividad industrial y deteriorando la calidad de vida de millones de ciudadanos.
Este sacudón actuó como un llamado de atención. Europa debió reconsiderar los pilares de su seguridad energética. Al otro lado del Atlántico, Estados Unidos emprendía un viraje estratégico: relocalizar su producción industrial para reducir la dependencia de mercados externos. Pero este movimiento conlleva riesgos energéticos. La capacidad instalada podría no estar preparada para sostener esa nueva demanda.
A este escenario complejo se suma un nuevo actor con una voracidad energética creciente: los centros de datos. Estos nodos neurálgicos del mundo digital —impulsados por inteligencia artificial, computación en la nube y procesamiento masivo de información— demandan grandes volúmenes de energía eléctrica de forma constante. Su expansión proyectada constituye una presión adicional sobre los sistemas eléctricos ya tensionados.
Rediseño de matrices
En este nuevo marco, tanto Estados Unidos como Europa comenzaron a rediseñar sus matrices energéticas. Y en ese rediseño, la energía nuclear reaparece con fuerza como una alternativa viable para garantizar abastecimiento continuo, descarbonizar la economía y reforzar la seguridad energética. El presidente estadounidense firmó decretos para reducir drásticamente los plazos regulatorios, con el objetivo de que una licencia de construcción no demore más de 18 meses. Además, anunció la reforma de la Comisión Reguladora Nuclear, sin apartarse del principio de priorizar la seguridad.
En este resurgimiento nuclear, los pequeños reactores modulares (SMRs, por sus siglas en inglés) emergen como protagonistas. Su diseño más seguro, escalabilidad, menor tiempo de construcción y costos más accesibles los convierten en un complemento ideal de las energías renovables.
El peso de la tradición
Argentina también busca insertarse en esta “nueva era” nuclear. Con una tradición científica sólida y experiencia en el diseño de SMR, el país avanza con el CAREM-25, uno de los pocos prototipos en el mundo con licencia de construcción. Pese a los importantes avances técnicos, el proyecto ha sufrido retrasos por falta de financiamiento, y su finalización, prevista para 2028, hoy es incierta. Sin embargo, el CAREM-25 representa un hito para la industria nuclear argentina y podría abrir la puerta a desarrollos regionales.
A nivel global, el sector enfrenta desafíos: altos costos, largos plazos, la gestión de residuos, la percepción pública tras accidentes y una regulación estricta. Además, es indispensable dominar toda la cadena del ciclo del combustible, desde la minería hasta la operación del reactor.
El éxito nuclear no se construye solo con ingeniería, sino con visión estratégica, políticas de Estado estables y diálogo social. En este escenario, Argentina apuesta por la inversión privada mientras su sistema científico-tecnológico resiste, como las legiones de Sicilia de Publio Cornelio Escipión: avanzando, aún sin el pleno respaldo de sus gobernantes.