Los bufones eran personajes públicos que, dentro de la realeza o de la nobleza se encargaban de entretener a la corte. En otros casos más raros, también entretenían a los ciudadanos comunes.
Si bien históricamente la idea del bufón ha tenido cierta validez, en la actualidad se aplica de una manera bizarra a los artistas, lo cual resulta en algo al menos problemático, y deja entrever una dinámica completamente desigual, en cuestiones de poder, entre el artista y el público.
Durante mucho tiempo, se romantizó la figura del artista como alguien que debe su existencia y su arte completamente al público. De hecho, “me debo a mi público” es una de las frases más clichés en el mundo del espectáculo.
Esta visión, claramente alimentada en las últimas décadas por la industria del entretenimiento, por los medios de comunicación, sobre todo por las redes sociales, creó una expectativa implícita de disponibilidad constante y de una especie de “obligación” de complacer en todo momento.
Se espera que el artista sea una fuente inagotable de entretenimiento, siempre dispuesto a “hacer su gracia” y a satisfacer la demanda de más contenido, más interacción, más presencia, más cercanía.
Y, como todo, llega un punto en el que esta exigencia desmedida se torna en una conducta profundamente deshumanizante. Los artistas son, ante todo, personas, individuos, con sus propias vidas, necesidades y familias, que necesitan, como todos, sus momentos de intimidad. Reducirlos a la función de bufones que deben estar siempre disponibles para el consumo y el divertimento del público deja completamente de lado su humanidad y los convierte en meros objetos de deseo y entretenimiento.
En los tiempos que corren, la presión constante de las redes sociales exacerbó esta situación de manera acelerada y exponencial. La cultura de la inmediatez, la necesidad de validación constante y la facilidad con la que se pueden difundir fragmentos descontextualizados de la vida de un artista generan una sensación de posesión por parte del público. Cualquier límite que el artista intente imponer, cualquier negativa a cumplir con las expectativas, puede ser interpretado como una traición, una falta de agradecimiento o incluso una ofensa personal.
El caso de Natalia Oreiro en San Telmo es un ejemplo claro de esta dinámica. Un momento privado con su familia se vio interrumpido por la expectativa de los fanáticos de obtener una foto con ella, ignorando la presencia del menor y del momento de intimidad familiar que los tres intentaban construir. Su negativa, perfectamente legítima en ese contexto, generó una reacción negativa en algunos sectores, demostrando esta sensación de “derecho” que algunos sienten sobre la vida y el tiempo de sus ídolos.
La “cancelación” en redes sociales, basada muchas veces en recortes de momentos o en interpretaciones sesgadas, es una herramienta poderosa que puede tener consecuencias nefastas en la vida y en la carrera de un artista. Por eso, es necesario fomentar una reflexión más profunda sobre las expectativas que se imponen sobre ellos y sobre el impacto que estas reacciones negativas tienen en la vida de aquellos a los que admiramos.
La situación genera la sensación de un tren que va a toda velocidad sin conductor. Estamos esperando el impacto de este frenesí de demandas y exigencias descomunales, que generalmente pasan inadvertidas, hasta que ocurre lo peor.
Nadie quiere otra Christina Grimmie (la cantante estadounidense que fue asesinada en 2016 después de un concierto mientras firmaba autógrafos con sus fans). Por eso, es fundamental empezar a deconstruir esta idea del artista como bufón y a fomentar una relación más respetuosa y humana entre el público y sus artistas.
Reconocer que tienen derecho a su privacidad, a establecer límites y a vivir sus vidas sin la constante exigencia de complacer, a cuidar su salud mental y a no tener que estar relegados a cumplir el deseo ajeno.
Esa es, quizás, una manera viable de construir un hábito de consumo de la cultura más saludable y sostenible, no sólo para quienes entregan su arte al mundo, sino para, claramente, el público.
El artista no “se debe” a su público en el sentido de estar obligado a renunciar a su humanidad y a su privacidad. La relación debería basarse en el respeto mutuo y en la comprensión de que, detrás de la figura pública, hay una persona con sus propias necesidades y límites.
El arte es una expresión, un regalo, y no una deuda que deba pagarse con la constante disponibilidad personal.