Hace un mes se estrenó la serie Adolescencia, y desde entonces no ha dejado de estar en cada conversación y medio de comunicación. Ahora es el turno de las aulas. Netflix Argentina, la plataforma que la aloja, aprobó su uso pedagógico y rápidamente el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires anunció con orgullo que será propuesta como una herramienta innovadora para trabajar con los chicos.
En los primeros comentarios sobre la serie, se advertía una precipitada asociación de tema y destinatarios. La serie retrata en cuatro episodios distintos puntos de vista sobre un mismo hecho: un chico de 13 años es acusado de matar a su compañera de escuela. ¿Significa eso que es una serie para que vean los chicos en el marco de una clase?
Adolescencia causó cierta conmoción entre los adultos porque ese era su público, es un caso que constituye la pesadilla de padres y de docentes, de quienes todos los días forman a los adultos del mañana. Pero en los adolescentes no produce conmoción, espanto ni siquiera sorpresa porque ya saben lo que pasa en las escuelas, ya lo leen en redes sociales y, en el peor de los casos, lo sufren en primera persona.
Un qué sin para qué
El Gobierno porteño anunció la habilitación de Netflix y recalcó lo fundamental que resulta emplear herramientas que conecten con la realidad de los estudiantes desde las escuelas, asumiendo que esa es su realidad y que esa es una manera adecuada de tematizarla.
Sobrevuelan, al mismo tiempo, algunos interrogantes: ¿en qué consiste usar una serie (o cualquier recurso similar) con fines educativos? ¿Encuentran en determinado producto un valor específico e insustituible que facilita algún tipo de aprendizaje? ¿O solamente creen que mostrándoles a adolescentes lo que puede pasar van a evitar que suceda? En definitiva, ¿qué quieren enseñar?

Se esconde aquí una falacia recurrente al pensar en la enseñanza: cualquier producto audiovisual que hable de chicos en una escuela se asume que entraña una función pedagógica o que al menos sirve como “disparador”.
En Adolescencia resulta bastante palpable que los adolescentes están todo el tiempo rodeados de “disparadores”. Tal vez no todos sepan el significado y las implicancias sociales de un concepto como incel, amplificado a partir de la serie, pero ven que en clase una compañera puede atacar a otra con una navaja o planear un tiroteo en la escuela, por citar dos episodios de la última semana. La realidad supera tristemente la ficción.
La serie se convierte, entonces, en un instrumento pedagógico espurio porque no enseña nada, de allí que se no se centre en la vida de los adolescentes, sino en la respuesta de los adultos.
Padres consumidores
En los últimos años se aceleró una suerte de tercerización de la función parental, que delega por entero funciones cruciales de sus hijos en otras personas e instituciones. El entretenimiento y el ocio son competencias de las redes sociales y las plataformas; la educación, de las escuelas. Así, es habitual que los padres, por las propias exigencias de la época, no supervisen estos dominios y confíen ciegamente en corporaciones e instituciones que no funcionan solas.
En la mayoría de los casos, la educación de los chicos ha dejado de ser un proyecto familiar y se ha convertido en un servicio que los padres contratan sin siquiera leer los términos y condiciones, como una plataforma en la que puedo elegir lo que me gusta o ignorar lo que me aburre.
Llevar Adolescencia a las aulas no les enseña a los chicos nada que ya no sepan, en todo caso les presenta un escenario desolador: qué cosas horribles les pueden pasar, sin que tengan las herramientas para evitarlo ni afrontarlo; y, peor aún, que los adultos tampoco saben qué hacer.