Hay películas que se graban a fuego en la memoria colectiva. Que logran atravesar generaciones. Pretty woman (1990) es, sin duda, una de ellas. Esta versión moderna de La Cenicienta se convirtió en una de las historias de amor más queridas del cine contemporáneo. Es por eso que traerla al teatro musical no es tarea fácil.
Y sin embargo, con algunos ajustes al gusto local, humor callejero y mucha energía, el estreno de Pretty woman, el musical en el teatro Astral logra una versión efectiva, aunque no siempre igual de inolvidable.
De Hollywood a Corrientes
La obra, dirigida por Ricky Pashkus, se basa en el libro original de Garry Marshall y J. F. Lawton y toma como punto de partida la adaptación estrenada en Broadway en 2018.
A diferencia de la versión cinematográfica, donde el tono es más meloso y romántico, esta puesta suma muchas más risas, cercanía y argentinidad, apelando a un espectador que no sólo reconoce el relato, sino que quiere verlo con picardía porteña.
El debut teatral de Juan Ingaramo como Edward Lewis es uno de los puntos de atención. Si bien logra transitar la historia con decoro y sin grandes tropiezos, su Edward se queda algo corto de sofisticación.
Su impronta cordobesa lo vuelve encantador, pero por momentos le falta esa mezcla de elegancia distante y ambición controlada que tan bien encarnaba Richard Gere.
Su interpretación se apoya más en lo correcto que en lo expresivo, y si bien las canciones están bien ejecutadas, aún suenan demasiado cercanas a su estilo pop, despegándose de la clave que propone el musical.
A su lado, Florencia Peña se convierte en el corazón de la obra. Con garra, experiencia y una energía que no decae, su Vivian Ward es más frontal, más callejera, más “mina”. Le imprime una identidad más fuerte que vulnerable, lo que le quita algo del arco emocional que construía Julia Roberts, pero le suma modernidad.
En este sentido, la escena del intento de abuso de Philip Stuckey se resignifica: ahora es Vivian quien se defiende sola, en un giro feminista que empodera al personaje y lo aleja del estereotipo de damisela en apuros.
Una atmósfera que sumerge
La puesta en escena propone una escenografía funcional, con cuatro grandes núcleos: las calles de Los Ángeles, el lobby del hotel, el penthouse y la empresa. Aunque cumple con su rol narrativo, el lujo del Beverly Wilshire podría haber tenido una representación más lujosa, sobre todo en el penthouse donde transcurren momentos clave. Sin embargo, el uso de la luz compensa muchos detalles.
El vestuario es un homenaje directo al film: los icónicos looks de Vivian están todos, desde su minivestido callejero con botas altas hasta el soñado vestido blanco que sella su transformación. Cada elección es un guiño amoroso a la nostalgia.
Entre los secundarios, brillan Ro Noziglia como Violetta en la inolvidable escena de la ópera, y Mariano Magnífico como Giulio, quien aporta junto a Walter Canela como el Sr. Thompson, álgidos momentos cómicos con una precisión para chuparse los dedos.
Risas que ganan espacio al romance
Uno de los cambios más notorios es el tono humorístico que gana terreno frente al romanticismo. En parte por el estilo de Florencia, en parte por un guion que busca conectar con un público más actual y descontracturado, los gags se multiplican, funcionan y generan aplausos y carcajadas.
La química entre Peña e Ingaramo se palpa, aunque no tan intensa. Tal vez con el correr de las funciones crezca.
El elenco, integrado por 24 artistas, se mueve con precisión y energía. Hay un profesionalismo notable, tanto en los números musicales como en las coreografías, con el sello de Pashkus, quien logra amalgamar lo internacional con la impronta local sin forzar.
Un cuento reversionado
Pretty woman, el musical no busca reemplazar a la película, sino dialogar con ella. La respeta, la actualiza, la resignifica. Le suma colores locales y reemplaza los suspiros por carcajadas. ¿Pierde algo en el camino? Un poco. Pero también gana frescura, contemporaneidad y una Vivian más libre.
