A favor: El que no corre, vuela
Jesús Rubio
Pasó con Marlon Brando, pasó también con Robert Redford. Y ahora pasa con Brad Pitt. Sus últimas películas son sobre él, sobre algún aspecto de su biografía o de su personalidad.
La clave está en un momento de F1, cuando su personaje, Sonny Hayes, dice que no lo hace por dinero. Habla de seguir corriendo pese a haber pasado su cuarto de hora, pero también puede leerse como una declaración de principios del actor, que a sus 61 años tiene una carrera incontestable.
Así lo demuestra en el filme dirigido por Joseph Kosinski, donde no solo es el protagonista, sino también el productor, es decir, alguien involucrado en las decisiones de forma y de fondo de una película de dos horas y media que pasan volando, como los autos que corren en ella, y en la que la adrenalina y el vértigo de las carreras traspasan la pantalla y nos meten de lleno en la cabina de esos autos velocísimos.
Aunque está acompañado por un elenco a la altura (Javier Bardem, Damson Idris, Kerry Condon), Pitt es el verdadero motivo para ver F1. La cámara lo explora de mil formas, con planos detalle que se sostienen por la fuerza rutilante de su figura.
Kosinski luce un pulso firme para filmar carreras inmersivas, capaces de contagiarnos los nervios de los personajes. Y si encima está Pitt manejando, mejor. Sin olvidar a Bardem, que aporta carisma y lanza una de las frases más sensatas de la película: “somos perdedores”.
Perdedores, sí, porque ni él ni Sonny supieron alcanzar la gloria en su momento. Pero también ganadores, porque lo hacen ahora, ya entrados en años, como lección de experiencia y perseverancia.
Y también de carácter, porque de eso trata la película. Sonny actúa con firmeza, sin alardes, haciendo lo que siente que debe hacer. Sonny sigue corriendo. Pitt sigue actuando. Enhorabuena.
En contra: Carriles opuestos
Javier Mattio
Como un coche de carreras dispuesto a ganar a cualquier precio, F1: La película está pensada de principio a fin como producto de una carrocería aceitada: Brad Pitt es el motor de una máquina de alta gama que involucra cámaras múltiples, rodajes en circuitos auténticos y autos acondicionados para la ocasión.
El triunfalismo no supone en principio un problema, pero termina siéndolo si se tiene en cuenta que el objetivo de arrasar en taquilla se cumplió a expensas de un filme que jamás se subirá al podio cinematográfico.
Esa paradoja es aún más significativa siendo que el filme de Joseph Kosinski gira en torno a una escudería de segunda que busca el milagro de destapar el champagne al menos una vez en su existencia, argumento que suena a coartada loser cuando se lo contrasta con la dupla protagónica de Pitt y Javier Bardem, el presupuesto exorbitante y la estética de publicidad de energizante que se extiende a toda la película.
Engañosamente subordinado al rol central del novato Joshua Pearce (Damson Idris), lo único que está bien en el filme tuneado de Kosinski es Pitt, piloto experto que sabe aprovechar cada plano en un largometraje que no está a su altura.
El actor queda preso de un esquema que se desdobla en dos recursos fallidos: por un lado la valiosa dimensión documental, que F1 desaprovecha al enfocarse en el aspecto puramente sensorial del deporte.
Y por el otro la narración, débil en sus amistades jocosas, romances de “holiday inn” y rivalidades generacionales. El guion pareciera una mera plataforma para el lucimiento fierrero, cuestión que se acentúa con la luminosidad artificial y los escenarios de vaguedad irreal por donde se pasean los personajes.
Filme de equívocos redituables, F1 complacerá más a los fanáticos de las carreras que a un amante del cine.