La industria del cine de Hollywood siempre ha sido tema de sus propias producciones. Esta autopercepción ha tenido siempre un tono de crítica por su mecanismo despiadado, superficial y alienante.
El estudio (Apple TV) es una serie que a modo de sátira continúa con ese legado y es, especialmente, un retrato de cómo los espectadores somos percibidos por esa industria.
Esta primera temporada de El estudio cuenta con 10 episodios, el último se estrenará este mes. Seth Rogen es uno de los creadores y también encarna a Matt Remick, el director de la productora cinematográfica Continental.
Al asumir este puesto, se enfrenta en cada episodio a los gajes propios del oficio y padece, en la misma medida, el feroz espíritu competitivo de sus subordinados.
El primer episodio aprovecha al máximo el plano secuencia para instalar el tono frenético de la serie y para hacer que cada acción sea un elemento de la fuerza imparable y cínica que rueda por las colinas de Hollywood.
Todo sale mal, siempre, porque hay demasiados intereses en juego para llegar a un acuerdo.
“Fan service”
Remick es el personaje que tiene una relación romántica con el cine, como podría tenerla cualquier espectador. Su aspiración es hacer algunas películas malas pero de gran recaudación para financiar películas más artísticas: sueña con ser el responsable de otra Chinatown (1974).
Representa por entero la nostalgia: prefiere el fílmico antes que lo digital, se desarma ante Martin Scorsese y le resulta imposible hacerle una devolución negativa a Ron Howard.
Cada episodio rebosa de guiños hacia la historia del cine, pero cada risa deja el amargo sabor de un retrato que suena bastante preciso.
Ningún director es respetado en su proyecto ni siquiera en el set de filmación; producir películas es considerado un trabajo tan arduo e importante como el de Dios; los proyectos son aprobados por circunstancias que nada tienen que ver con su calidad artística.
El episodio más logrado y a la vez más devastador es aquel en el que discuten el casting de la película sobre una gaseosa.
La situación resulta infernal porque los ejecutivos tratan de esquivar cualquier acusación de racismo por parte del público únicamente por miedo a perder dinero.
El problema es que el racismo aparece cuando hay pocos actores negros, cuando hay muchos actores negros, cuando los guionistas son blancos y escriben para negros, cuando hay una pareja negro-hispana o una pareja negro-asiática, y así hasta que la categoría “racismo” pierde poder explicativo.
Al final, la acusación del público se dirige a otra problemática insospechada, porque anticiparse a la recepción es un juego de azar.
Todavía miramos
A través del humor y de la ficción, El estudio es un llamado a la reflexión para quienes construyen su paladar cinematográfico a partir de los estrenos y las entregas de premios.
La crítica de Theodor Adorno a Hollywood de ser una industria homogeneizante que nada dice de la experiencia humana ha triunfado y se ha superado: fue asumida por la propia industria para redoblar la apuesta, lo que en definitiva desactiva la crítica.
Si el espectador busca entender su humanidad a través de ese tipo de películas, es porque la nostalgia ha teñido de sepia su percepción.
Se anhelan épocas en las que el circuito mainstream estrenaba en un mismo año Taxi driver, Rocky, Carrie, Network y Todos los hombres del presidente, mientras que vivimos en la era de las mercancías cinematográficas de infinitas sagas y versiones.
Después de cada episodio de El estudio me asalta la misma pregunta: ¿por qué nos interesan las películas que se estrenan? Me parece que la respuesta apela a un incurable optimismo.
A los espectadores todavía nos sostiene la creencia de que estas mercancías con obsolescencia estética programada siembran el camino hacia la próxima obra maestra.