Luego de tres torpes, autoindulgentes y por momentos incompresibles temporadas, terminó And just like that. Hay muchos errores para marcar; los aciertos los son únicamente por sus guiños a su antecesora, Sex and the city.
Mirado bien de cerca, una parte importante de su fracaso se debe al cambio radical de formato literario en el que la protagonista se piensa a sí misma.
Ambas series tienen el mismo punto de partida: un grupo de amigas neoyorkinas hablan de sus relaciones amorosas, y Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) es una suerte de conciencia que recupera las experiencias de todas y las sistematiza para entender su contexto (con las pertinentes salvedades étnicas y de clase).
En Sex and the city, esa función estructuraba cada episodio. No se reduce a ser una serie de mujeres desesperadas por casarse: de haberlo sido, hubiese terminado en la primera temporada. El problema de todas siempre fue que ninguna se conformaba fácilmente con ningún hombre, lo que las llevaba a cuestionar lo obvio: la maternidad, el amor para toda la vida, la soltería como maldición, la competencia entre mujeres.
Todo cambió con And just like that. Esas mujeres no tenían nada existencial para cuestionarse integralmente (salvando la línea argumental de Miranda –Cynthia Nixon– con su sexualidad); alcanzaron la madurez y eligieron el conformismo del no pensar.
Y la razón de este trágico deslizamiento radica en la escritura: el pasaje de las columnas a la novela de Carrie fue su sentencia de muerte.
Éxtasis
En Sex and the city, la columna semanal es para Carrie su fuente de trabajo y el espacio de cuestionamiento constante de ella, de sus amigas y de sus espectadores. Con su risible frivolidad a cuestas, construyó un perfil de mujer nuevo para la época.
Les hablaba a mujeres que, como sus amigas, tenían resuelto su sustento económico y su profesión. Rompía el tabú del sexo, lo volvía tema de conversación para mostrar las lógicas de poder que sostenía su silencio. No empleaba estos términos, pero el dispositivo está ahí para revisitarlo.
Si tantas burlas recibió Carrie con su computadora y su “no pude evitar preguntarme…”, fue por ser pionera en el primetime con el género de autoficción.
María Tatar en La heroína de las 1000 caras (Koan, 2021) reconoce que Carrie continúa, en una versión más ligera, el precepto de Joan Didion, quien encontró en ese registro una clave para entender lo que piensa, un espacio donde devenir ella misma.
La autoficción se define por hacer que la condición de escritor ocupe el centro de atención del narrador, que escribir una obra y escribirse a sí mismo sea parte del mismo movimiento.
Así, Carrie se convierte en ese personaje gracias y a medida que escribe sus columnas, una estrategia un poco más valiente que el confort del diario íntimo.
Reserva
¿Cómo habría sido Sex and the city si la protagonista no escribiera columnas?
La respuesta es And just like that. Si bien en esta serie Carrie se define como escritora, lo cierto es que sus ingresos no dependen de la escritura: escribe para pasar el tiempo, de allí que se decante por la ficción novelada.
En la última temporada, se insinúa que Carrie abreva en su experiencia para delinear la crisis existencial de su personaje, una mujer del siglo XIX, pero no lo sabemos. Nos ahorra la parte más interesante: la voz en off de su conciencia, las conjeturas discutidas con amigas y la disposición a la aventura.
La Carrie treintañera era una detective de sí misma y de su entorno, porque escribir una columna semanal sobre relaciones sexoafectivas demanda salir de casa a buscar material.
La Carrie de hoy ya no busca nada, ni siquiera la ciudad donde vive parece real; evita lo efímero y está pendiente de su arco narrativo, de su evolución como personaje. Son dos personajes unidos solo por un nombre, porque escribir en distintos formatos es vivir en distintos formatos.