Una estatua de la libertad retratada de modo invertido recibe la llegada del inmigrante László Tóth (Adrien Brody) a los Estados Unidos, anunciando desde temprano que El brutalista contará una historia recurrente desde un lugar quebrado, desproporcionado, roto. Esa ambiciosa forma sui generis es la mayor apuesta del filme de Brady Corbet, literal tanto a nivel narrativo al abordar la vida de un arquitecto modernista (adscrito al estilo “brutalista” del título) que cambió radicalmente las apariencias edilicias del siglo XX, como en su duración de 215 minutos y su filmación majestuosa en un anacrónico formato panorámico (el VistaVision).
Entregado a un fluir contemplativo, Tóth se abre paso entre los cuerpos migrantes del barco para salir a la luz neoyorquina, frecuenta un prostíbulo y se reencuentra con su primo Attila (Alessandro Nivola) que lo aloja en su casa, mientras una voz en off de mujer y unas cartas dan cuenta de una esposa (Erzsébe, interpretada por Felicity Jones) que se quedó trágicamente del otro lado. Los llantos, el decaimiento físico y la mención a la identidad judía sugieren el trasfondo de Holocausto del que viene huyendo Tóth, aunque para serle fiel a su estructura oblicua la película omite casi toda la información de contexto.
Así de a cuentagotas se va revelando que el personaje húngaro -inspirado en figuras como Marcel Breuer- tiene conocimientos de arquitectura, que estudió en la Bauhaus y que llegó a construir obras importantes en Europa hasta la llegada de Hitler. Aunque su apariencia desahuciada engañe, el protagonista responde de manera brillante al encargo de un joven rico (Joe Alwin) para reformar la sala de lectura de una mansión de su padre, el magnánimo Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), que primero se escandaliza y luego queda fascinado por el minimalismo aplicado a su hogar.
Van Buren rescata a Tóth y lo contrata a tiempo completo para que el diseñador le construya un megalómano edificio llamado “el Instituto” en la alejada población de Doylestown, Pensilvania, que a Tóth le insumirá años y lo empujará al desgaste. Esa empresa abarca la segunda parte de El brutalista, signado por el arribo de la enferma Erzsébe junto a su sobrina Szófia (Raffey Cassidy) y por la fricción creciente entre Tóth y Van Buren, que alcanza un clímax aberrante en Italia cuando ambos van a buscar el preciado mármol de Carrara. De alguna manera el arquitecto explotado y ultrajado ve repetirse su pasado europeo, aunque la construcción de su primera obra maestra le abre la posibilidad de una revancha trascendente.
Queda claro que Corbet pretende emular el brutalismo desde el cine, montando un continuum en estado bruto en el que todo parece dar lo mismo: la migración, el romance melodramático entre Tóth y su mujer, los affaires clandestinos y las drogas (Tóth se inyecta morfina a la que se hizo adicto tras una operación de nariz), el judaísmo, la relación abusiva entre capitalista y artista, la arquitectura como testimonio perenne de la humanidad.
En ese sentido, A El brutalista le sobra mármol pero le faltan vigas: no hay nada que justifique -que sostenga- su despliegue desmedido, vano y vacío, acaso simplemente preciosista, alejado del armazón musculoso y perturbador de émulos como The Master de Paul Thomas Anderson. Incluso Corbet se traiciona al final, al incluir un epílogo que explica todo aquello que quiso y no pudo reflejar en tres horas y media.
La ficha
El brutalista. EE.UU., Reino Unido, Canadá, 2024. Guion: Brady Corbet y Mona Fastvold. Dirección: Brady Corbet. Con: Adrien Brody, Felicity Jones y Guy Pearce. Duración: 215 minutos. Clasificación: apta para mayores de 16 años. En cines.