La apelación a los lazos de sangre como un valor irrenunciable nunca deja de ser una metafísica, más allá de algo inobjetable: quien empieza el tránsito por el mundo comienza su camino al lado de padres o tutores; con ellos se aprende una lengua, se adquieren preferencias diversas, se modela la experiencia afectiva. Son años decisivos. Contingencia y azar, no se elige dónde nacer, y nunca resulta fácil saber qué se ha elegido realmente por cuenta propia.
Azul Aizenberg no eligió ni a su padre ni a su madre, pero sí quiso pensarse más allá de la inscripción de los lazos primarios. No titubeó en emplear lo que suele llamarse “la novela familiar” para entrever en la historia de un apellido lo que no pertenece ya al orden de los afectos, sino a otro determinante: la pertenencia de clase social.
A su vez, tenía en cuenta que nacer en la última década del siglo pasado en Argentina significaba también ser teñido por una época y una cultura. El menemismo sintetizó una ubicua banalización de la vida pública y conformó un primer período de la política como espectáculo.
El imaginario de la familia Aizenberg sintonizaba con la época. Filmaban sus viajes a Europa y la vida doméstica como si se tratara de un espectáculo: posaban, escenificaban y así edificaban un relato.
El material filmado por el padre fue alguna vez editado por un profesional. Es una película familiar, que es el punto de partida de Amor descartable. Tal es la sustancia por deconstruir; en los márgenes o en los detalles, el material cuenta otra historia.
El método no es novedoso, pero sí efectivo y contundente: al desglosar el todo, los fragmentos adquieren otro sentido. Cuando Aizenberg cita lo que hizo Esfir Shub en La caída de la dinastía Romanov, la cineasta argentina reconoce una filiación respecto de su par soviética.
¿Qué hizo Shub en 1927? Se apropió de las filmaciones caseras de la familia imperial para resignificarlas en un nuevo montaje en el que se podía reconocer en la propia imagen las relaciones asimétricas entre los privilegiados y sus sirvientes o entre los súbditos y los nobles.
La cita en el interior de la película es relevante por la relación lejana de miembros de la familia de la cineasta con aquel tiempo y lugar, aunque lo que de verdad importa es explicitar un procedimiento: a través del montaje se desmontará una fantasía, un mito.
El título remite a un tema de Virus, y es quizás injusto respecto al sentimiento que guarda la cineasta para con su papá y mamá. El amor por ellos no es desechable, pero no implica dejar de analizar las contradicciones compartidas y una visión de sociedad que se pretende cuestionar.
La crítica es autocrítica, e incumbe a la propia cineasta, que no rehúsa verse parte de un entramado social del que elige abjurar. No es una película terapéutica, tampoco un relato de reconciliación.
La voz en off de Aizenberg acompaña casi todas las secuencias, al igual que el material paterno y otros documentos de época ligados a la televisión. Pero algo hermoso sucede en el final: se llega a ver una filmación en Super-8 de uno de sus abuelos, fragmento que introduce otro tipo de textura de la imagen y otra forma de ver el mundo. En ese fragmento anida una memoria de otra forma de vida. Ninguna utopía es solamente familiar.
Para ver
Amor descartable, Argentina, 2025, DCP, 81’, ATP.
Calificación: muy buena.
Documental dirigido por Azul Aizenberg.
En el Cineclub Municipal. Horarios aquí.