No siempre el fútbol nos hace sufrir. De tanto en tanto, este bendito deporte nos hace un guiño y nos regala días que no se parecen a ningún otro. Tardes que quedan pegadas para siempre al corazón de un club. Como si fueran postales que no se ponen amarillas con el paso del tiempo, sino todo lo contrario: cada año se hacen más nítidas. Más gloriosas. Más nuestras.
El 25 de junio del año 2000 fue uno de esos días para General Paz Juniors. Esa tarde, hace exactamente 25 años, el Poeta escribió en Pergamino la página más dorada de su historia en AFA.
Porque fue allí, en la cancha de Douglas Haig, donde consiguió el ascenso a la Primera B Nacional, la segunda categoría del fútbol argentino. Porque fue ahí, a 550 kilómetros de su estadio, donde se tiñó de azul y blanco la tribuna visitante y se abrazaron para siempre jugadores, dirigentes e hinchas.
Y también fue en Pergamino donde apareció el más inolvidable de los héroes: Albeiro “el Palomo” Usuriaga. Ese delantero alto, eléctrico, con fama de picante y corazón de oro.
Un rockstar en zapatillas, que llegaba con pasado en Independiente y con una leyenda bajo el brazo tras su paso por la selección colombiana.

El partido
Aquel domingo de invierno, el equipo dirigido por Pablo Comelles sabía que le bastaba con empatar para lograr el ascenso. Y lo consiguió con un 2 a 2 cargado de tensión y nervios hasta el último minuto. El arquero Daniel “Tigre” Amaya fue figura: atajó un penal sobre el final y tapó tres pelotas decisivas.
Y, tras el ascenso, con un rosario en el pecho y los ojos llenos de lágrimas, resumió todo en una entrevista que le dio a Javier Flores, enviado especial de La Voz: “Esto premia el sacrificio de todos. Jugamos contra Douglas, contra el árbitro y contra la incentivación del rival”.
Juniors formó esa tarde con Amaya en el arco; Rafael Díaz, Adrián Bozoletti, Raúl Britos y Rubén Rodríguez en defensa; Eduardo Colazo, Marcelo Cuello y Sergio Módica en el medio; y un tridente ofensivo de nombres pesados: Marcelo Santoni, Cristian Sabir y Usuriaga. También formaban parte del plantel apellidos muy recordados por los hinchas: Daniel Ríos, Oscar Osorio, Walter Boldorini, Pablo Brandán, David Vega y Cristian Durán, entre otros.

Ese equipo jugó de igual a igual en todas las canchas del país. La solidez táctica, el trabajo invisible de los “profes” Gustavo Ambrosio y Hugo Masilla, la mano de Comelles, el liderazgo silencioso de Justo Cerezo en la parte médica y una dirigencia que apostó fuerte —con Jorge Zamar, Alberto Ragazzini, Sergio y Armando La Rocca y Oscar Gencarelli— hicieron posible lo que parecía inalcanzable.

La crónica del día después, escrita por Gustavo Aro para La Voz, comenzaba con el silbatazo inicial y cerraba con una frase que aún hoy retumba en Río Cuarto y Arenales: “El empate de Juniors sabe a heroico. A milagro concebido”.
El Palomo y sus días cordobeses
Llegó con la barba recortada, el pelo corto y la mirada filosa. Sin rastas, pero con estilo. Le alcanzó con pisar “el Lalo Lacasia” una vez para que los pibes del club se encandilaran con solo verlo. Era la gran atracción. El distinto.
Intentó teñirse el pelo de blanco para hacer juego con la camiseta, pero las raíces negras le ganaron la pulseada. En lugar de eso, dejó que hablen sus goles. Siete en total, suficientes para ser el goleador del equipo en aquel breve certamen del Argentino A.

Al margen de los dos que hizo en la última fecha, hubo otro en cancha de Juniors que fue inolvidable: derechazo de emboquillada desde el borde del área y a cobrar. Salió a gritarlo antes de que la pelota entrara, como si supiera de antemano que era gol. Nadie más volvió a hacer algo así en el estadio del Poeta.
Usuriaga tenía privilegios. Entrenaba cuando quería, cobraba unos 5.000 dólares por mes (casi siete veces más que sus compañeros) y vivía más en Villa Carlos Paz que en el departamento que le alquilaron al lado del club. Se decía que salía con una jugadora de vóley y que su paso por Juniors era un trampolín para ir luego a Talleres. También se lo veía en el pool, en los partidos de truco y en la pileta del club. Fue quizá el último romántico del fútbol cordobés. Un mito con botines.
Pero, cuando la cosa se puso seria, no falló. Fue figura en los momentos clave. Y aún hoy, a 25 años de aquel logro, sigue siendo el nombre que más se repite cuando los hinchas recuerdan aquel equipo. Porque el Palomo no fue solo goles: fue mística, fue rebeldía, fue lo que ningún otro pudo volver a ser.
Un título inolvidable
El ascenso fue celebrado como merecía: suplemento especial de ocho páginas en La Voz, repercusión nacional y hasta unas líneas emotivas del entonces gobernador José Manuel de la Sota, quien escribió: “Todos tenemos un club en el corazón. El mío es Juniors. Me crié ahí, y hoy no puedo dejar de agradecerles esta alegría”.
Este miércoles por la noche, la sede de Juniors volverá a ser fiesta. Se espera un gran asado con hinchas, exjugadores y cuerpo técnico para revivir, anécdota tras anécdota, aquella gesta de Pergamino. Porque el ascenso no es solo una estrella más. Es el día en que el Poeta tocó el cielo.
Y porque el fútbol tiene esas cosas: no hay olvido posible cuando hubo tanto sacrificio y amor de por medio.
Porque cuando Juniors subió al Nacional B, no fue sólo un ascenso. Fue una promesa cumplida. Un sueño hecho realidad. Una historia que, si el tiempo es justo, se seguirá contando aunque pasen otros 25 años.
Como esa vez que el Palomo, antes de que la pelota tocara la red, ya estaba con los brazos en alto. Porque él ya sabía. Y todos los Poetas, también.