La espalda de Adrián Pereyra es una galería de amor. Un mural eterno pintado en tinta negra y roja, donde desfilan los ídolos que le dieron vida a Instituto. Entre todos, uno tiene un brillo especial: Salvador Mastrosimone, el enganche mágico de los ’70 y ’80 que este domingo se despidió a los 72 años.
“Al tatuaje me lo hice en 2014. Un día se lo pude mostrar y le dije: ‘Vos sos el Maradona de Instituto’. Me contó que él ya se había olvidado del fútbol y me dijo entre risas que yo estaba loco”, le contó Pereyra a La Voz, aún conmovido por la noticia del fallecimiento.
Mastrosimone fue más que un gran jugador: fue el emblema de una época en la Gloria, una época en la que Instituto se ganó su lugar en el fútbol grande. Surgido en Huracán de Barrio La France, “Mastro” brilló con la camiseta albirroja durante siete temporadas. Jugó 240 partidos y marcó 41 goles entre 1976 y 1983. Hizo del fútbol un arte, de la media cancha su casa, y de la gambeta, una bandera.
En 1979 y 1980 fue pieza clave en los torneos Nacionales que le permitieron a Instituto afirmarse en Primera. Era uno de esos jugadores que valía la entrada, de los que dejaban perfume en cada toque. Un enganche con estilo propio, con picardía, con calle. Y con un club entero rendido a sus pies. Tanto fue así, que los hinchas quisieron que una de las tribunas del Monumental lleve su nombre.

En los últimos días, “Mastro” venía peleando una dura batalla. Una operación compleja de garganta lo había dejado internado en el Hospital Italiano. Toda la familia gloriosa estaba al tanto, enviando fuerzas, esperando el milagro. Pero el domingo, el corazón del fútbol cordobés se quedó un poco más solo.
Este lunes, sus restos serán velados hasta las 15 en la casa funeraria de Caruso en calle Juan B. Justo. Allí, seguro, más de un hincha se acercará a despedir al crack, al ídolo, al hombre que dejó su magia pegada al césped del Monumental de Alta Córdoba.
Pero hay algo que Mastrosimone ya tiene asegurado: la eternidad. Porque vive en los recuerdos, en las paredes del club y también en la piel de Adrián Pereyra, que convirtió su espalda en una tribuna de carne y sentimiento.
“Él no entendía por qué lo tenía tatuado. Pero para mí fue todo. Los que lo vieron jugar saben de lo que hablo”, cierra Pereyra, mientras se le quiebra la voz.
Y sí. Algunos jugadores se retiran. Otros se olvidan. Pero los grandes de verdad, los que hacen historia, se quedan para siempre. Como Mastro. Como el Maradona de Instituto.