A veces los clubes ganan campeonatos. A veces ascienden. Otras veces, con suerte, meten una buena campaña en Primera. Y otras veces —las más difíciles de contar— se salvan. Pero no del descenso: se salvan del olvido, de la indiferencia, del derrumbe institucional. Se salvan de la quiebra gracias a su gente.
Por eso, cada 19 de junio, los hinchas de Instituto no celebran solo los títulos de 1999 y 2004, ambos obtenidos —casualmente o no— un mismo día, como si la historia hubiera querido subrayar esa fecha con marcador rojo. No. El Día del Hincha de Instituto no es solo un recordatorio de la gloria. Es, sobre todo, una declaración de amor incondicional. Una marca indeleble de resistencia.
Porque en Alta Córdoba la memoria no olvida. No olvida los años duros. No olvida los balances que no cerraban, los dirigentes que prometían lo que no podían cumplir, ni los momentos en que el club caminó por la cornisa de la quiebra.
Y sin embargo, en esos años donde la única certeza era que todo se iba al carajo, hubo una certeza más fuerte: los socios no le soltaron la mano al club.
Mientras otros grandes de Córdoba sucumbían al gerenciamiento —Talleres, Belgrano, Racing— en Instituto se gestaba otra cosa. Una rebelión silenciosa y digna. Una epopeya de hinchas de a pie, sin palco ni microfonito, que eligieron no rendirse. Porque amaban el escudo. Porque no sabían amar a medias.
El 29 de abril de 2013 fue uno de esos días que no salen en los rankings de partidos inolvidables, pero que tal vez deberían. Esa noche, unos 600 hinchas marcharon hasta la sede de Inspección de Personas Jurídicas con una carpeta bajo el brazo y fuego en la mirada. Le exigían al Estado lo que el club no podía (o no quería) darles: orden, transparencia, respeto.

Pidieron la intervención del club. Denunciaron el manejo arbitrario de la CD presidida por Juan Carlos Barrera. Hablaron de asambleas que nunca se convocaban, de cuotas que subían sin aviso, de una junta representativa que no funcionaba. No pedían milagros. Pedían democracia.
Cinco meses después, el 30 de septiembre, la historia tuvo otro capítulo más “calentito”. Esta vez con bombos, cantos y banderas. Más de 1.300 personas se concentraron frente a la sede. Y cuando la bronca quiso cruzar la línea, fueron los propios socios quienes detuvieron a los exaltados. Porque no se trataba de romper. Se trataba de reconstruir.
A las pocas horas, Barrera renunciaba. Otro logro sin goles.

El 15 de diciembre de ese mismo año, en el Ángel Sandrín, se vivió otra postal de resistencia. La Asamblea Extraordinaria por la que tanto lucharon se convirtió en realidad. Hubo discusiones, sí. Se autorizó a la dirigencia a pedir convocatoria de acreedores. Algunos dudaron, otros apoyaron, todos participaron.
Y esa convocatoria —tan temida por algunos— fue, en verdad, una tabla de salvación. Se renegoció parte de la deuda, otra parte se licuó por inflación. Actualmente todavía se pagan cuotas, pero se paga con la frente en alto. Porque fue el socio el que eligió ese camino. Porque fue el socio el que sostuvo al club cuando nadie más quería hacerlo.

Hoy, Instituto no solo tiene un presente deportivo e institucional más que digno. Tiene una historia de lucha. Y esa historia no se escribe con goles ni con copas. Se escribe con coraje.
Por eso, el Día del Hincha de Instituto es, también, el día de los que firmaron papeles, de los que marcharon bajo la lluvia, de los que se quedaron estoicamente en Calderón de La Barca y Jujuy para que el club no quedara afuera de sus vidas. De los que entendieron que el amor por una camiseta también se defiende en asambleas, en comunicados, en votaciones. En las calles.
Porque cuando todo se tambaleó, ellos se quedaron.
Y eso, señoras y señores, también es glorioso.