Por lo que he leído, de la obra de Cristóbal de Aguilar nos han quedado una veintena de títulos de comedias y cuarenta y ocho poemas que, en su tiempo, se representaron –o se recitaron- en la plaza San Martín.
También sabemos que en la década que media entre 1790 y 1800, se dieron muchas y apreciadas funciones en el Real Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat, para nombrarlo con todos las letras.
Una de sus comedias preferidas fue escrita para ser representada en la hermosa casona de lo que hoy es el Museo Sobre Monte, un 16 de julio del año 1797, junto con otros actos culturales.
También compuso poesía, donde comentaba eventos destacados de nuestra sociedad, y otras que fueron dedicadas a personajes importantes (o no) de entonces -presbíteros, obispos, alcaldes, señoritas que tocaban el clave en sus tertulias-, lo mismo que en las fiestas de los santos más venerados entre nosotros.
Se sabe que en la provincia y en la ciudad de Córdoba, desde sus clases más humildes hasta las más altas, existía una marcada devoción por las muchas advocaciones de la Virgen María, y él aseguraba que le “placía vivir en una sociedad mariana”.
En sus piezas teatrales, utilizaba el diálogo para lograr que la gente cambiara su forma de ser, mejorando su conducta social, dejando de lado los modales desaprensivos o hirientes.
Cristóbal de Aguilar no sólo se destacó como poeta y autor de comedias, también poseía un perfil moral e intelectual como vecino, y en sus piezas teatrales se descubren sus valores: era un hombre de profunda fe, que veía en Dios un ser “todo caridad, poder, justicia y verdad” y, como los jesuitas, sostenía que la justicia divina nos alcanzaba no sólo en el cielo, sino también en la tierra.
Otra cosa que sabemos de él es que tenía una especial devoción por Santa Bárbara, la gran protectora en caso de tormentas o borrascas, y que solía rogarle cuando fuese necesario:
En cualquier evento
en que hubiere de morir,
no expire sin recibir
dignamente el Sacramento.
O quizás acudiera a aquella otra, más vieja y muy popular:
Santa Bárbara bendita,
Santa Bárbara doncella,
líbranos del rayo y de la centella.
Su obra poética nos habla, con cariño y mucho humor, de vivencias divertidas y de sus amigos, entre ellos, del autor de la primera novela histórica argentina, nacida en Córdoba: el chantre Juan Justo Rodríguez, y otros de la sociedad en que se movía –desde pardos y morenos hasta el mismísimo virrey-, sin olvidar las obras edilicias de Sobre Monte, especialmente el estanque de lo que hoy llamamos el paseo del Virrey, del puente sobre La Cañada y todas aquellas obras que cambiaron la faz de Córdoba y la convirtieron –según testimonios de viajeros extranjeros- en la más hermosa ciudad de lo que hoy es la Argentina y una de las más adelantadas de Sudamérica.
Recordemos que por aquel entonces, Buenos Aires era una ciudad de edificios bajos, que recién tuvo universidad y biblioteca ya entrado el siglo XIX y con la catedral aún sin terminar. También estaba mal iluminada y era castigada recurrentemente por fuertes inundaciones.
Cristóbal de Aguilar murió en nuestra ciudad -por lo que sabemos, en paz con todo el mundo-, en el año 1828, dejando un buen recuerdo y muchas anécdotas entre sus vecinos.
Les paso varios títulos de sus obras, por si consiguen encontrarlos en Internet o en alguna librería de usados, pues muy de vez en cuando, aparece alguno: yo tuve la suerte de dar con dos tomos antiguos, encuadernados, un día que estaba buscando libros policiales de las ediciones del Séptimo Círculo.
Entre las piezas teatrales: A borricos tontos, arrieros locos; Diálogo entre don Prudencio y doña Escopeta; El premio de la codicia; Preocupaciones de la soberbia (diálogo crítico); Venció el desprecio al desdén (sainete); El triunfo de la prudencia y oficios de la amistad (éste es uno de sus pocos dramas)
Don Efraín U. Bischoff escribió, para una revista de investigaciones históricas, una hermosa nota titulada “Cristóbal de Aguilar. Su época; sus obras; su familia”.
A quien corresponda: sería muy grato verla editada nuevamente, pues estos dos hombres, separados por más de un siglo y no siendo cordobeses, supieron interpretarnos con afecto y con humor.