La infancia es un umbral añorado para la prosa que busca asomarse al mundo sin preconceptos ni juzgamientos, don que avalan la impunidad de la baja estatura y una edad de recién llegado. Ese viaje retrospectivo a un tiempo curioso es el que emprende la cubana Nivaria Tejera (1929-2016) en El barranco, fulminante debut narrativo publicado en 1959 que recoge los restos dolorosos de una niñez migrante en las Islas Canarias durante la guerra civil española.
La ciudad de La Laguna se convulsiona con la llegada de las tropas de Franco, que invaden la casa de la narradora y arrestan a su padre periodista por motivos que ella no entiende. “El Golpe”, “el Generalísimo”, “la República”, son palabras que capta por primera vez la pequeña, iniciada a la repentina adultez por ese evento crítico -esa violación del afuera, de la brutalidad humana, la arbitrariedad ideológica- que la separa de su progenitor.
Haciendo honor a su título (alusión a la hondonada adonde fusilan a los rebeldes), El barranco está así atravesada de principio a fin por una doble e insalvable distancia: la de un padre que pasa a ser un fantasma, un vacío, un cuerpo apartado (“papá será cárcel y papá”) y la de una voz que narra en presente una época hace rato extinta.
El tono está dado por el modo hábil en que Tejera amortiza ese y otros episodios ásperos de la historia familiar desde la ternura ingenua de la protagonista, metamorfoseándose con ella en expresiones de una sensibilidad tan honda como sencilla. Poeta y niña se confunden en el acceso azorado al lenguaje, en el pensar con paréntesis y el contemplar embelesado, en la travesura de una lírica agazapada que cobraría vuelo en la sucedánea y experimental Sonámbulo del sol (1971).
De manera semejante, Tejera despliega la iniciación cruda de la niña en una continuidad gradual e imperceptible, en las visitas al padre en prisión, en las mudanzas forzadas por la pobreza o la persecución (al hogar del abuelo, a una finca), en la rutina con parientes y amigas o en la asistencia al juicio que permitirá la liberación temporaria de un padre que ya es otro.
“Los niños y los gatos ignoran la maquinaria de una cerradura, de un uniforme, de una guerra”, se dice en la tercera y terrible parte del libro, cuando la niña -presa de una maldad inédita, lentamente aprendida- deja de serlo en un acto aberrante que la vuelve victimaria. Y es que no hay moraleja en El barranco sino cicatriz, trauma, memoria aprisionada.
“No he podido crecer. Soy un agujero, un punto”, reconoce la narradora. ¿Y no es eso la escritura, un abismo ínfimo e infinito en el que todo se precipita?
Para leer El barranco
Nivaria Tejera. Mar de Fondo. 148 páginas. $ 24.000.