Relato recreado del libro del Chilam Balam, de la cultura maya precolombina.
(I)
Guiadas por la anciana, las seis jóvenes se internaron en el sendero estrecho y sofocante, abriéndose paso entre árboles de ébano y plantas de cacao. Era tiempo de luna grande, luna maya, propicia para ceremonias.
Las muchachas cargaban un cántaro con ascuas, y en sus mantos, flores, hierbas y las olorosas astillas de los caneleros. La anciana, de cabellos como barba de choclo, se apoyaba en un palo.
“¿Me escucharán los dioses?” se interrogó la joven a quien sus padres llamaban “Anhelada”. Para ella se oficiaría la antigua ceremonia del Kay Nicté, el Canto-de-la flor, el Canto-del-amor, como le llamaban las mujeres: era el rito que tejería una telaraña sobre el corazón del amado ausente para guiarlo hasta sus pies.
A poco llegaron al chaltum, la primera cisterna, pero la anciana oteó las profundidades, olfateó el aire y levantó el rostro hacia la luna.
–No sirve –dictaminó–, hoy se ha bañado un hombre. Iremos al cenote de Chichen-Itzá.
Anhelada volvió a sentir el soplo de la duda: la primera elección les había sido negada, ¿era prudente continuar, era justo obligar a volver a quien no quería hacerlo? Una de sus amigas la tomó de la mano y murmuró:
–No temas. Yo lo hice y aquí me ves, esperando un niño. La vieja es sabia; domina las fuerzas de la Luna; el agua no tiene secretos para ella... –y amedrentada por la cercanía de la ciudad sagrada, le contó–: Con mi hermano solíamos escaparnos a los templos cuando nos mandaban a juntar huevos de tortuga. En la más alta de las cámaras, hay un camino que se retuerce como víbora y, arriba, una rendija. Si el sol no entra por allí el día debido, el mundo desaparecerá en una tormenta de fuego.
Aterradas ante la posibilidad, enmudecieron. El temor, como un hechizo, las llamaba desde la ciudad que dormía por siglos, y en la oscuridad, las voces rebotaban sobre las paredes chorreadas de sangre, cubiertas de helechos, pintadas con moho...
Parecía imposible que ese silencio hubiera sido roto alguna vez por los alaridos de las víctimas, por los instrumentos musicales, por la pompa de las ceremonias religiosas, por el griterío de la turba durante los juegos de pelota.
El rugido bajo, íntimo, de un jaguar, las inmovilizó. La voz del felino pareció llamar al viento: una ráfaga agitó las plantas de ceibas y les tocó el rostro. Anhelada volvió a dudar, pero nuevamente fue incapaz de enfrentarse a la anciana.
El gran templo se levantaba al final del sendero, pero, antes de llegar, descendía por el costado de las terrazas y se volvía torrentera. Las espinas les rasguñaron las manos que protegían el rostro y los senos. Una piedra enorme cortaba el camino, pero la anciana se deslizó bajo ella hasta desaparecer en una grieta del terreno. Pálidas de miedo, las jóvenes la siguieron en la oscuridad hasta que encendió en las ascuas la tea que cargaba a la espalda.
“¿No estaremos provocando a los dioses que duermen en los pozos?”, se preguntó Anhelada, y recordó las nueve deidades infernales que, saliendo de las ruinas, de las cavernas interiores, de las aguas subterráneas, podían alzarse entre las hordas de sapos y escuerzos que tapizaban el camino.
Algo pasó chillando sobre sus cabezas y estallaron en gritos hasta que la voz de la anciana, tranquilizadora en su tiranía, les ordenó silencio. Una cascada de ecos se perdió por túneles y pasadizos cuando entraron en la cueva ancha y despejada, donde brillaba el ojo líquido del cenote. Ante la paz que transmitía la superficie profundamente verde, recuperaron la cordura.
La mujer les ordenó que encendieran las teas del muro mientras ella se dirigía a una piedra larga y baja sobre la que extendió su manto. Tomó la bolsa que colgaba entre sus pechos exangües y ordenó a Anhelada desnudarse y sumergirse en el cenote, y a las muchachas –eran cinco, pues su número no podía ser inferior a ese–, que se prepararan para la danza.
Tiritando, Anhelada se soltó el pelo y se quitó las prendas con ayuda de una de ellas; otra le desató el calzado. Luego, como quien se entrega a un amante temible, penetró sin un sonido en el agua mientras las jóvenes deshojaban las flores sobre su cabeza.