A finales del siglo XIX, muchos pintores franceses, norteamericanos, ingleses y alemanes salieron en desbandada a recorrer Oriente, dejando una exótica producción compuesta de bailarinas de harén, esclavas y moros con azores en la muñeca, caballos enjaezados ricamente, con algunas ovejas cerca, pozos en medio del desierto y ciudades antiguas llenas de encanto.
Noel Leaver (1889-1951) fue uno de ellos. Su Calle del Cairo, con una perspectiva semejante a la de los antiguos pintores flamencos, muestra una calzada ancha, cercada de muros con ventanucos altos y arcadas cerradas por grandes portales que las defienden de los intrusos.
Aquella antigua y ancha avenida tiene un lado oscuro, de sombra, y otro iluminado por un sol que parece dorar hasta el aire. Un alto y grueso arco la divide en dos, abriéndose la vista a una esquina luminosa que da a lo que me parece la entrada de un templo; desde allí serpea hacia la izquierda hasta desaparecer de la vista de quien contempla el cuadro.
Una figura que se ve pequeña a través de la distancia sale en aquel momento del templo; afuera, la aguarda otra figura, que se inclina ante ella: quizás sea un mendigo, nos decimos. O, más probablemente, un sirviente.
Sobre el arco grueso que divide la calle, podemos divisar un minarete que señala el firmamento, un cielo profundamente azul que se desliza sobre las viejas paredes blanquecinas encaladas, al parecer, hace al menos un centenar de años.
Si nos detenemos de este lado del cuadro –y del paisaje–, en la parte sombreada de los muros, vemos un hombre sentado en el suelo, apenas distinguible. A su lado, tocado con turbante y cubierto por un hermoso manto oriental, una figura se yergue, muy alta e importante, y parece conversar con él. Al frente, hay un portal cerrado, pero, desde una ventana más alta, alguien parece observarlos atentamente… ¿quizás demasiado atentamente, nos preguntamos?
Recuerdo que la primera vez que vi este cuadro, me vinieron de inmediato a la memoria los viejos novelones de los románticos, los aventureros, los que perdieron el juicio por aquellas tierras –inentendibles para las costumbres de los británicos–, junto con dos o tres obras de Agatha Christie, las novelas de Pierre Loti que le gustaban a mi madre –yo nunca las soporté– y un viaje de Flaubert a Egipto donde hay no sé qué misterio –según Julian Barnes– de papeles perdidos, callejuelas asediadas por mercaderes, olorosas a frutas y licores.
Sin olvidar aquellos novelones que escuchábamos de noche, por la radio, con mis hermanas, durante los años ’40 y posiblemente hasta entrados los ’50.
El cuadro me recuerda también poemas orientales que hablan de ciudades tomadas por asalto como si fueran mujeres robadas en un acto de pasión. Y pienso en los pájaros del templo, “los inquietos huéspedes del Señor”, tan amados por este que, en la época de sus amores, les permite anidar en las bóvedas, en las flores de mármol de las columnas, “en las lámparas abandonadas…”.
Podemos ver sus nidos blancos, delicados, frágiles como flores de oasis; los construyen con hilos de lana y seda que roban a las jóvenes bordadoras, sin que por eso desdeñen las hebras del manto del pobre que mendiga –quizás la figura que vemos inclinarse frente al templo–, tan preciadas por ellos como si fueran hilos de oro.
Un antiguo poema oriental, del que no recuerdo el nombre de su autor, define las horas del día con tres versos: el alba es “un gallo que canta, un caballo que piafa, un gato que vuelve.” El mediodía cabe en “un lirio que se inclina, un limón que cae, un árbol que cruje.” Y la noche llega cuando “las arenas se azulan, las humaredas suben, los amantes se encuentran”.
¿Cómo se verá esta calle a la hora de la Quinta Oración, cuando, lavadas todas las faltas del día, se musitan las místicas plegarias y se pide al Creador que la paz descienda sobre las almas?
Quizás algún día, un amigo que vuelva del Cairo vea este cuadro que preservo en mi galería de imágenes y me cuente que caminó por ella a la hora en que los cipreses se yerguen más azules contra las dunas doradas, y callan las voces de los almuecines, mientras se oye el balido de ese cordero que, muchos de nosotros, identificamos con Cristo.