Cuando Saturnina tenía 20 años, Rosas dominaba el país y don Manuel López Quebracho gobernaba la provincia de Córdoba. La república era un campo de batalla, la democracia una parodia y la constitución una quimera.
La economía –salvo la del puerto– languidecía: se multiplicaron los mendigos, se intensificó la prostitución, las familias se separaban por enconos políticos y la enseñanza sufrió un notorio retroceso, cosa que exasperaba a los cordobeses, que veníamos de una larga tradición educativa.
No es de extrañar, entonces, que muchas jóvenes prefirieran el convento: las mantenía a salvo del debilitamiento por sucesivos embarazos y a distancia de los bárbaros que se enseñoreaban por las calles con una cabeza de más: la del enemigo.
Saturnina Rodríguez y Montenegro, huérfana, fue criada por sus tías: Doña Teresa Orduña del Signo y Misia Eustaquia del Signo, que le procuraron la mejor educación que se podía dar a una mujer por entonces: además de música, pintura y labores, se le enseñó a leer, a escribir y a interesarse por los libros.
Cuando tenía 17 años, Misia Eustaquia la llevó a su primer retiro espiritual, ejercicio al que, en medio del caos, se dedicaban muchos ciudadanos.
Se sabe que Saturnina era de una belleza suave, algo retraída pero cariñosa con los suyos, y aunque apenas iba a reuniones, no le faltaban pretendientes. Ella, juiciosa, prefería los claustros y se preocupaba por el cierre de escuelas a causa de la guerra civil.
Esperándose que no supiera nada de las “cosas malas” que sucedían afuera, comenzó a hablar de fundar casas de enseñanza, de favorecer las meditaciones y de ayudar a las mujeres que se “abandonaban”, frase que señalaba a las que, acorraladas por la miseria, se prostituían para mantenerse o mantener a los suyos.
Imagino el susto de las tías cuando la oyeron hablar de eso, pero ella las tranquilizó diciéndoles que lo había consultado con su confesor y que todo iba a emprenderlo después de profesar en un convento.
Desgraciadamente, quedó sin consejero pues Rosas, molesto con la orden de Loyola –que no se avenía a sugerencias que iban contra el sigilo confesional–, terminó por desterrarla.
A partir de entonces, Saturnina apenas si salía, casi siempre a misa del alba y acompañada por una criada. Vestía con sencillez a pesar de ser pudiente y se velaba el rostro con una mantilla modesta.
En aquella hora misteriosa, sumida en la penumbra del templo, imagino que recuperaba las fuerzas para encarar la atrocidad de cada día: se había mandado a una señora –de reconocida familia unitaria– las cabezas de su esposo y de su yerno; siendo tiempo de Navidad, aparecieron varios cuerpos mutilados desparramados por la ciudad; se murmuraba que el Tuerto Bárcena había entrado en la casa del gobernador, que daba una fiesta, llevando una cabeza sostenida por los pelos, que hizo rodar por el suelo del salón...
Además, la Casa de Ejercicios fue convertida en cuartel de los federales y el predio destinado al Templo de San José, que comenzó a usarse de degolladero. Poco antes, se había cerrado el Seminario de Loreto, para transformarlo en residencia del gobierno.
En medio de todo eso, un hombre de poder se fijó en Saturnina. Algunos dicen que la vio dirigiéndose al templo cuando todavía era oscuro y él volvía de una juerga; otros, que la cruzó en la calle, camino ella al Colegio de Huérfanas (donde solía ayudar) y él al cuartel.
O quizás la vislumbró a través de una reja en el momento que, descuidada, levantó los ojos apacibles y encontró los fieros de él.
Fue verla Zavalía –el coronel Antonio Zavalía, preciado amigo del gobernador López Quebracho–, y quedar perdido por ella. Valiéndose de su poder, penetró en la casona donde las del Signo no pudieron rechazar su visita y propuso matrimonio a la joven, quien rehusó con buenos modos para no provocarlo.
Él no se conformó: a cada negativa de ella, a cada interferencia de sus tías, se mostró más exasperado. Asustada, Saturnina se refugió en las Huérfanas, pero Zavalía, viudo con dos niños, internó allí a su hija y, con la excusa de visitarla, más de una vez –usando de la prepotencia– consiguió hablar con Saturnina. La respuesta de ella era tímida pero firme: estaba decidida a tomar los hábitos.