“O señor Licitra” se titula el artículo que desencadenó todo en 2018. Como si esa nota autobiográfica hubiera rajado la fina seda que padre e hija tejieron con años y años de vínculo a distancia, reencuentros en tierras neutrales, cartas y llamados telefónicos.
En la nota, publicada en la revista brasileña Piauí, la cronista se zambulle en las espumosas aguas familiares que con sus diferentes oleajes la llevaron y la trajeron durante años a España y a Uruguay para ver a su padre, quien luego de exiliarse en el 78, nunca más volvió a Argentina.
Tras el artículo, el hombre le retiró la palabra y como un conjuro le paralizó su capacidad de escribir, justo él mismo que había hecho caer sobre su hija el mandato de la escritura como forma unívoca de comunicación. “Por favor, escribime, hija, contame de tu vida”, decía Licitra padre en el cierre de sus cartas allá por los años 80, en la era preinternet.
Cuando su papá lanzó el hechizo, ella ―que es una de las cronistas más prolíficas de su tiempo― de pronto no pudo/supo escribir más.
Varios años pasaron (cuatro, para ser más precisos) hasta que un crac en su pie y un llamado telefónico de su abuela paterna la impulsaron, de nuevo, a escribir su historia.
El resultante es este libro lúcido en el que gracias a su historia personal también se pueden repasar algunas cuestiones vinculadas con los años 70, la dictadura y la militancia.
Acompañada de citas de otros autores, una operación que ella no solía aplicar a sus anteriores libros, Josefina reconstruye sus vínculos familiares, al tiempo que recupera la pulsión por escribir, por romper el silencio y acomodar las piezas de su rompecabezas.
La periodista y escritora, autora de libros como Los imprudentes, 38 estrellas y El agua mala, habló con La Voz sobre la edición de Crac, sobre la escritura como mandato y los vínculos familiares.
−¿Cuánto fue el tiempo que pasó hasta que ocurrieron este crac en tu pie y este crac que te impulsó a escribir?
−En pandemia le mandé un mail a mi padre, intentando que nos acercáramos por temor a que el virus, del que todavía no teníamos demasiada información, nos terminara liquidando a los dos o a uno de los dos. Y quise retomar el lazo con él. Ahí llegó como respuesta a ese correo, un mensaje bastante oscuro, que fue el que me dejó paralizada. Eso fue en el 2020, y el momento en el que, de modo más sistemático, me pude sentar a escribir fue a principios del 2024, es decir que pasaron más o menos cuatro años. Tenía algunas notas aisladas, todos tenemos un chat con nosotros mismos en WhatsApp, yo me mandaba notas y juntaba información de una manera muy inorgánica, sin saber bien qué hacer con eso (…) Recién me puse a escribir cuando me quebré el pie y en paralelo me avisaban de la llegada de mi padre al país.
−Dijiste que una catarsis podía arruinar un texto y se me ocurre que también puede arruinar un vínculo. ¿Cómo te moviste en esa delgada línea en la que había riesgo de no recomponer la relación con tu padre?
−Se aplican procedimientos o abordajes que son propios del trabajo literario. Está la idea de escribir en caliente, pero editar en frío, descripta de infinitas maneras, como escribir con whisky y editar con mate. Hay dos instancias, la primera mucho más emocional, en la que también desde esa emocionalidad pueden aparecer cosas verdaderas, genuinas, que está bueno que emerjan, pero tiene que haber otra instancia en la que una pueda separar la paja del trigo y ver qué todo eso tiene algún tipo de interés. Cuando digo interés literario o narrativo, estoy pensando ya en una idea de lector y en un otro, porque la catarsis es de uno, con uno, para uno. Ahí no hay lugar para la mirada de nadie. (…) Y vinculado a las relaciones humanas, ya no en la escritura, me parece que es lo mismo, solo que es más difícil de manejar porque uno no se autoedita mientras habla con otras personas, por algo existen las discusiones, las peleas, los llantos, las reconciliaciones…
−Siempre te manifestaste como una escritora que piensa en la publicación, y separar la paja del trigo es también pensar en un ideal de lector o de posible destinatario…
−Sí, yo siempre escribo pensando que lo voy a publicar, lo que no quiere decir que publique todo lo que escribo, muchas cosas quedaron guardadas (…) Lo que sí, estoy convencida de que yo no puedo sentarme a escribir si no sé que eso tiene un destino de publicación. Y eso tiene que ver con mi sensación de que la escritura termina de construirse en el ojo del lector. La escritura, al menos desde mi punto de vista, es algo que se trama entre quien escribe y quien lee. Y si yo no pienso que va a haber alguien leyendo, ni se me ocurre sentarme a escribir.
−De vuelta, en eso de separar la paja del trigo, ¿contaste con la mirada de alguien más?
−No soy de compartir lo que escribo hasta que no lo considere terminado en una primera versión porque es una voz que me confunde, la voz que pueda aparecer con algo que además está a medias (…) Necesito encontrar la palabra lo más exacta posible que comunique lo que necesito decir y una vez que está terminado... sí, tuve dos editores: una es Ana Wajszczuk, que fue la primera que lo leyó, luego estaba Rodolfo González Arzac. Después, por un tema de chequeo de datos, porque no tengo una buena memoria y además era muy pequeña cuando la historia empieza, le di a leer el libro a mi madre para que me ayudara a no cometer errores porque ella me dio la conciencia que yo no tenía de que estaba haciendo una suerte de documento familiar y que tratara de ser lo más cuidadosa posible con los datos.
−Creo que una de las cosas que hace funcionar al libro, más allá de tu historia particular que tiene un montón de ribetes, es el tema universal “padre e hija”, ¿vos tenías claro que eso iba a funcionar?
−No tenía tan claro eso. De hecho, no tenía nada en claro. El libro tiene distintas líneas: la principal sí es la historia familiar, pero también aborda un poco el mundo de la militancia de los 70 y aborda también la relación que cada uno puede tener con su oficio con el bloqueo creativo. Y casi diría que, al momento de escribir, lo que más me interesaba o una de las cosas que más me interesaban era la que tenía que ver con cómo yo me construí como escritora y como, de última, me bloqueé también como escritora.
−Ahí interviene el mandato, el mandato de escribir que te había impuesto tu padre y que de alguna manera rompió cuando te pidió que no escribieras más sobre él…
−El mandato, exacto. Me imagino que todos los que tienen una vocación y tienen una relación libidinal con su oficio podrán conectar con esto (...) Y una vez publicado el libro, me sorprendió mucho ver que la línea que más empatía generó fue la que habla de padres e hijas que no tienen relación. En su momento, cuando publiqué una de las crónicas que anteceden al libro, habían aparecido algunas mujeres, fueron todas mujeres, que por redes sociales me ubicaban y me contaban que ellas habían vivido algo así. Lo que está pasando ahora es que me llegan todos los días muchos más mensajes de mujeres que, con una confianza que es muy conmovedora, me escriben como si yo fuera una amiga. Y eso no me lo imaginé antes y me tiene bastante sorprendida.
−De hecho, comentás en el libro que la directora Lorena Muñoz, que es tu amiga, te contó que le pasaba algo parecido…
−Totalmente, y a eso se sumó otra también. Mujeres que no solo hablan de la relación de ellas con sus padres, sino que ellas tienen hijos y ven que sus hijos tienen una relación similar con sus padres… Es curiosa la cantidad de silencios con los que convivimos todas las familias (…) Estamos redados de un montón de gente que si le preguntás si se habla con sus padres, capaz que te dice que no, y vos no lo sabías...
−Y en términos personales, ¿el libro finalmente acomodó las piezas sueltas? Con la foto tomada de todo este proceso, ¿qué ocurrió?
−Es interesante lo que decís porque creo que lo que me quedó es una foto. Me quedó esa nitidez. No sé si eso incluye respuestas, pero por lo menos siento que estoy más cerca de ver qué es lo que pasó, de qué piezas está hecho eso que pasó (...) Entender que mi padre no es ni una víctima, ni un héroe, ni un monstruo, ni un perpetrador, ni un ídolo, ni un crac. Ver que no es nada de eso y que es un poco de todo eso junto a la vez, ver el mapa completo, a mí el orden me trae tranquilidad, supongo que a muchos les puede pasar. Y yo lo que logré es encontrar un orden.

Para leer Crac
Josefina Licitra
Seix Barral
167 páginas
$ 24.900