La descripción del mal, la continuidad de las plagas -el cólera morbo, las fiebres disentéricas, las viruelas, la escarlatina- se desplazaban unas a otras y era notable la sensatez de los remedios que proponía.
Antes de apagar la vela, pensó en la joven Zúñiga y su agudeza para detectar síntomas, sospechando que ella sabía más de lo que su modestia le revelaba.
¿Su modestia o su astucia?, se preguntó, para pensar, cuando caía en el sueño, que era una pena que fuera mujer: si hubiese sido varón, hubiera podido tomarla por discípulo, intuía que era aún mejor que su ayudante, a quien vivía en el temor de perder por su sentido misional y su indiferencia ante el contagio.
La hermana Sofronia, esa erudita hermética y retraída, no había elegido porque sí a quién era ajena a la comunidad, y sospechó que le había transmitido más ciencia de la que él tenía noticia: bien conocía la hermandad de las mujeres, esa cofradía sin libros ni reglas: era la antigua asociación de los esclavos, de los menos fuertes, de los disidentes en peligro. Ningún papel denunciaba, todo se hacía en secreto y en susurros: los susurros, al menos en aquel siglo que comenzaba, no eran prueba ante ningún tribunal.
Era madrugada aun cuando se levantó a preparar el legendario “vinagre de los cuatro ladrones”. La fórmula se había conocido durante la epidemia que causó más de 50 mil víctimas en la región de Toulouse, entre l628 y 1631, en cuyo Parlamento quedó registrada el hecho y la receta.
Los cuatro ladrones a los que aludía el remedio eran salteadores que robaban a los apestados; al ser detenidos, asombrados los jueces de que no se hubieran contagiado, confesaron tener un remedio eficacísimo, y pidieron se les conmutara la pena de muerte a cambio de la receta.
El preparado constaba de “2,5 l de vinagre, 40 g de absenta, 40 de romero, 40 de salvia, 40 de menta, 40 de ruda, 40 de lavanda, 5 g. de canela, 5 de girasol, 5 de nuez moscada y 5 g de ajo. Se añadía alcanfor disuelto en 4 g de ácido acético cristalizado y se reposaba por diez días. De uso rigurosamente externo, se usaba contra enfermedades infecciosas y contagiosas: se frotaban las manos, la cara y el cuerpo si uno estaba muy expuesto; se quemaba, además, en las casas y decían que dándolo a oler, resucitaba en caso de síncope.”
El P. Allen no estaba seguro del porqué de su virtud, pero ocho de cada diez veces preservaba del contagio. Él creía más en el “cuatroladrones” que en las fumigaciones de albahaca y mejoranas usadas “cuando el daño surgía de los humores interiores que buscaban el desahogo en pústulas exteriores”.
Un día encontró a doña Sebastiana en la calle, sentada en una silla que alguien le acercara; una criada sostenía un parasol sobre su cabeza y a su lado, en el suelo, había una cesta de comida y otra de remedios.
Ha muerto un angelito −les dijo− ; los padres están muy enfermos y les he dado alivio. Ahora espero que vengan a buscar el cuerpo. Prometí que será enterrado cristianamente.
Y al levantar el rostro, el sacerdote vio en él una indecible tristeza.
−¡Ah, su merced, qué triste es ser mujer!− confesó ella. Creo que ningún hombre puede entender el dolor de perder un niño al que se esperó durante meses, acunándolo en las entrañas...
Como llegaron los de la Cofradía, se despidieron. La escena, como un feo sueño, perseguiría al jesuita por años: la joven, la calle vacía y ocre, la mestiza con el parasol, y el carro con un caballo esquelético –cual corcel apocalíptico que trae hambre y peste-, que se acercaba a paso tardo hacia la modesta vivienda.
En Alta Gracia, murió el Hermano Eladio -que suplía su poca ciencia con mucha dedicación- junto a esclavos, indios y religiosos en tal cantidad que el Hermano Gartner, tejedor, pidió dejar la estancia “por no tener gente para su obraje”.
También en Santa Catalina la mortandad de africanos y sacerdotes había sido trágica, salvándose, por aislada, La Candelaria.
Alguien escribió: “En la ciudad inerte, con la palidez de un enfermo, se prolonga la languidez de una agonía”.
Finalmente, el mal cedió aunque rezongó por la región tres años más. Pero como sucediera antes y sucedería por siglos, Córdoba resurgió entre las cenizas.