Con cada uno de sus libros, Eduardo Halfon (1971) suma otro mosaico a un friso vital compuesto de anécdotas, personajes y geografías recurrentes. La migración entre Guatemala, los Estados Unidos y Europa, la herencia judía signada por un abuelo que sobrevivió a Auschwitz otra árabe ligada a un abuelo libanés, la entrada tardía a la literatura tras una fallida carrera de ingeniero y la paternidad reciente en Berlín son marcas clave en sus novelas, narradas invariablemente por un Eduardo Halfon que es alter ego del autor.
Ficción alimentada de biografía y no al revés, la obra ampliamente fragmentaria de Halfon alumbra otro recodo de memoria inventada en Tarántula, consagrada con el Premio Médicis. En sintonía con sus mejores libros (Monasterio, Signor Hoffman, Duelo), la historia combina iniciación, ironía y terror en la evocación de un campamento judío en Guatemala al que Halfon asistió de preadolescente en la década de 1980, y en donde un monitor desquiciado de la tropa de boy scouts -Samuel Blum, urdido bajo la estela de Conrad y Bolaño- montó un tenso simulacro de campo de concentración del que el protagonista fue rehén.
Esa escena escalofriante en la que los púberes experimentan artesanalmente los horrores del Holocausto corre en paralelo con la estadía presente de Halfon en Berlín, urbe que porta los ecos inextinguibles de la auténtica masacre. Allí el narrador se reencontrará con un transformado Blum para retomar el hilo de los hechos, así como con una joven de aquella época llamada Regina atada igualmente a esa trama miliciana y con la que Halfon había tenido un escarceo amoroso.
Espejo risueño de las divisiones y conflictos que siguen diezmando al mundo, Tarántula se las arregla para miniaturizar las paradojas insolubles del antisemitismo y sus demonios en una fuga que culmina en las profundidades contrastantes de la selva maya, donde unos indígenas devuelven a Halfon al resguardo telúrico de su origen centroamericano.
El Talmud y el Popol Vuh son las bases literarias asumidas por el narrador judío-guatemalteco, que ha hecho de la huida y el rodeo un evasivo retorno a las raíces. La pregunta siempre latente tras leer a Halfon es cómo selecciona él sus recuerdos, con qué procedimiento proustiano rescata cierta memoria para someterla a la alquimia ficcional.
“El recuerdo me selecciona a mí. No hay un proceso de búsqueda, no es que tengo un álbum de fotos de mi infancia y voy viendo a ver qué recuerdo narro -apunta el escritor, que pasó por la Feria del Libro de Buenos Aires invitado por Fundación El Libro y Fundación Medifé-. El recuerdo de Tarántula se me impuso estando en Berlín, en un almuerzo de becarios, donde quise contar el recuerdo. Esa experiencia del campamento siempre estuvo ahí, pero nunca lo había percibido como un evento literario. Fue en esa mesa, en ese almuerzo, que dije ‘esto tiene una carga emocional muy fuerte’. Y volví a casa ese día y escribí lo que resultó ser la primera parte del libro”.
Y completa: “No sabía a dónde iba, no sabía qué iba a pasar, no sabía que existían Regina y Samuel, no sabía nada. La anécdota era potente, pero ¿cómo hacerla literatura? ¿Cómo hacer de un recuerdo algo literario? Y ese ya es el proceso, esta cosa misteriosa que sucede con la literatura. Todo se va dando de manera espontánea, orgánica, sin planificación, sin saber yo mismo qué estoy haciendo. Empecé a trabajar y apareció la escena en París, la escena en Berlín. Me voy alejando del mero recuerdo que funcionó como un punto de partida, como un trampolín, y que rápidamente se va volviendo otra cosa. El recuerdo deja de importar”.
-¿Cómo definirías tu trabajo? ¿Qué estatus cabe darle a tu narrador?
-Lo que hago no es autobiografía, no es autoficción, es ficción. Empieza desde un punto íntimo, autobiográfico, muy mío, pero luego se convierte en literatura. Es la mejor manera que tengo para explicarlo, porque no sé muy bien por qué hago lo que hago. Creo que es importante no saberlo. Mi vida es el telón de fondo, mi familia es la escenografía, pero el drama en este teatro es ficción. ¿Por qué darle mi nombre al narrador? Porque quiero que creas que soy yo. Es un truco. Estamos firmando un contrato, yo prometo venderte ficción y vos prometés comprarme ficción, pero por alguna razón al darle mi nombre al personaje me olvidas. Olvidas el contrato y leés el libro como si fuera real. Mi escritura es eso, un truco para que tu lectura sea más emocional. Yo lo que quiero darte no es una anécdota y ni siquiera una historia, es una emoción. Quiero comulgar en una emoción compartida, y si suspendés la idea de que esto no es verdad, que no es real, si la cortás y te dejás llevar por la historia, tu reacción emocional será más fuerte. Y es lo que pasa. Soy un mago que te estoy contando mi truco, te digo cómo hago el truco, e igual el truco funciona.
Episodio violento
-“Tarántula” es uno de tus libros más violentos, al menos en su atmósfera.
-Es siempre la amenaza de violencia. Percibís la amenaza de violencia con Samuel Blum y lo que está ocurriendo en el campamento, donde se siente un ambiente cargado de violencia, pero la violencia nunca llega. Yo creo que eso es muy guatemalteco. Aquí no sé si funciona de la misma manera, creo que no. En Guatemala sentís que estás a punto de vivir un episodio violento. Que te van a secuestrar, a asaltar, todo el mundo está armado, al borde de empezar a darse trompadas. Creo que eso ha influido en cómo manejo yo la violencia, y que en mis libros aparece siempre a flor de piel.
-Decís que un judío nunca se halla cómodo en Berlín. ¿Cómo lo vivís vos?
-Yo nunca estoy del todo cómodo en ningún lado. Lo que pasa es que Berlín es también otra vuelta al origen. Porque fue ahí donde estuvo prisionero mi abuelo, en Sachsenhausen, justo afuera de Berlín. Es como volver al sitio del cual fue expulsado mi abuelo polaco. Creo que a Tarántula solo pude haberla escrito en Berlín. Es mi libro de Berlín. Ahora sigo allá, vivo en las afueras de la ciudad, en el bosque de Wannsee, que es donde los nazis anunciaron la solución final. La famosa conferencia de Wannsee sucedió a un kilómetro de mi casa. Estoy realmente de vuelta en el punto de origen del genocidio judío. No es que lo siento, porque ahora es un bosque precioso, pero allá estoy, sigo por ahora. No sé cuánto más.
-“Heredé de mis antepasados las ansias de huir”, dice el epígrafe de Pizarnik. Esa errancia del judaísmo la ejercés contra el propio judaísmo.
-Estoy huyendo todo el tiempo. Yo creo que esa huida es en parte el motor de las historias que escribo. Estoy en una permanente huida de mi familia, de mi país, de mi religión, de mis padres. Estoy siempre yéndome o queriéndome ir, en gerundio, con las maletas hechas, con un pie ya fuera de la puerta. Pero yo crecí así, era un judío en un país de católicos. No pertenecés allí. Entonces la sensación de no pertenencia siempre la he tenido. No pertenecer incluso a un idioma, porque el español que es mi lengua literaria no es mi lengua fuerte, que sigue siendo el inglés. Una profesión como la de escritor, en la que ya llevo 25 años, no la veo como una profesión permanente. Siento que en cualquier momento alguien me desenchufa, me desinflo y me voy. Nunca estoy en el lugar correcto y por eso todos esos disfraces en el armario, para aparentar ser lo que tú como lector necesitas que yo sea. Un escritor centroamericano, judío, alemán…
-¿En ese ese sentido agotable tu combinatoria de novelas? ¿Tiene un final?
-Yo siempre he sentido que esto se va a agotar. Tarántula tiene un año de haber salido, y de hecho hubo un momento justo después de que se publicó que de verdad pensé que este era mi último libro, que Eduardo Halfon había llegado al final de su historia, que Tarántula era un buen cierre. Ahora no estoy tan seguro. Creo que él ya quiere seguir contando un par de cosas. Creo, nunca lo sé, porque trabajo en pequeñas escenas sin saber a qué le pertenecen. Pero es agotable. O muere él o muero yo.

- Tarántula. Eduardo Halfon. Libros del Asteroide. 184 páginas. $ 27.600.