Imaginemos esta escena en un aula. El docente le pregunta a un alumno: “¿Esta tarea la hiciste vos o la inteligencia artificial? Estoy dudando, pero no confío en que me digas la verdad”.
La idea es alejarnos de toda generalización y sólo intentar reflexionar acerca de las relaciones pedagógicas y de cómo se nos está complicando distinguir lo verdadero de lo falso.
Ficcionemos que este docente no confía en el alumno al punto de no creer que el producto entregado le pertenezca.
Todos los docentes hemos sentido alguna vez algo así y hemos inventado estrategias para evitar la copia o para asegurar que lo personal aparezca (por ejemplo, las evaluaciones a libro abierto).
En el vínculo docente-alumno, la confianza debería ser mutua.
Desde el docente, confiar en las capacidades de los alumnos y elegir contenidos que tengan un grado de dificultad suficiente como para que aprender sea una experiencia enriquecedora y transformadora.
El alumno, confiar en el saber del docente para aceptar e incorporar los contenidos elegidos como valiosos para su vida.
El principio de todo
Desde el comienzo de la vida, el bebé no tiene otra posibilidad de sobrevivir y humanizarse que confiando en lo que sus adultos de crianza eligen para él.
Sabemos que no todos los padres toman buenas decisiones, y eso puede perturbar el desarrollo infantil y en algunos casos erosionar la autoestima, al punto que el niño desconfíe de sus capacidades.

Ese “poder” de las figuras educadoras no debe ser abusivo, para que la confianza se instale en el vínculo y se construya una relación en la que la impotencia no diga presente.
En el caso mencionado, la desconfianza del docente acerca de la autoría del trabajo presentado puede ser certera o no. Seguramente hay estrategias para comprobarlo.
En el caso de equivocarse y si el alumno había hecho el intento de trabajar bien, el riesgo es que ese empuje se desvanezca y no lo vuelva a intentar. Tendría todo el derecho de pensar “para qué estudiar si no me creen”.
Confiar y validar
Confiar en el alumno es abrir las puertas al conocimiento. Es validar sus capacidades, que serán las herramientas para construir un proyecto de vida al finalizar la escuela obligatoria.
De ahí que los docentes debemos aguzar la mirada más allá de los resultados académicos y cuidar la palabra con la que marcamos a nuestros alumnos, la mayoría de las veces sin intención y sin ser conscientes del impacto en su subjetividad.
En aulas cada vez más complejas, habitadas por alumnos que llegan a la escuela con carencias o excesos, con soledades o muy capturados por el mundo virtual, el encuentro con un docente que confíe en ellos y que trabaje desde la esperanza puede modificar muchísimo sus vidas.
Hoy, la mayoría de los argentinos desconfía de sus dirigentes y eso lleva paulatinamente al desánimo, a la desesperanza, al desaliento, al descompromiso y muchas veces a la violencia.

Sin caer en la resignación realista ni en la frustración por las utopías, es posible pensar una escuela que, más allá de cumplir con el currículo, se esfuerce por formar ciudadanos críticos, capaces de resistir a la demagogia, al discurso vacío de la mayoría de las ofertas de los medios, lo suficientemente inconformista con lo que se le ofrece y lo suficientemente creativa para renovar en lo que pueda algún aspecto del mundo en que les ha tocado vivir.
No son tiempos para solicitar aprendizajes de memoria, ni por copia, ni por imitación.
Son tiempos de estimular pensamientos críticos, la libre expresión, la opinión, el esfuerzo. Son tiempos de confiar en las nuevas generaciones, para legar el patrimonio cultural con la convicción de que podrán enriquecerlo.
Es fundamental que nos alejemos de la idea de que a los jóvenes de hoy nada les interesa, para que puedan circular los interrogantes necesarios a fin de proponer una escuela que se acerque a sus intereses, que les devuelva el sentido del aprender como apuesta a una vida más auténtica, más humana y donde la confianza, lejos de retirarse, diga presente.