Ángela María Palermo de Lázzari, más conocida como Lita de Lázzari, fue la primera (y hasta ahora la única) ama de casa “mediática” de la Argentina. Se hizo famosa en la década de 1990 al recomendar recorrer cuanto almacén, autoservicio y supermercado quedara a tiro de visita para buscar precios y ahorrar en las compras.
“Camine, señora, camine”, fue la frase que Lita dejó para la historia.
Si hoy estuviera viva (falleció en mayo de 2015), el consejo de doña Lita tendría más vigencia que nunca. ¿Por qué? Porque en medio de un verdadero festival de ofertas y promociones en búsqueda de alentar un consumo que se resiste a levantar cabeza, los súper e hipermercados están literalmente destrozando cualquier referencia de precios a la hora de hacer las compras.
Y eso está llevando a una dispersión de precios tal que cualquier ama (o amo) de casa ya no sabe si lo que está comprando está caro o barato. Las diferencias de valores en un mismo producto, de la misma marca y presentación, llegan a ser abismales: del 30%, el 70% o incluso el 100%. Y en algunos casos, la brecha es hasta difícil de calcular.
La dispersión de precios es un fenómeno económico típico de momentos de alta inflación, cuando industrias, proveedores y comerciantes no saben a cuánto vender porque, debido a las constantes subas, tampoco saben a cuánto van a tener que reponer sus stocks. Y entonces cada uno remarca lo que le parece (por lo general, siempre de más), tratando de cubrirse y no terminar perdiendo.
Pero hoy la inflación viene en baja y los precios están más “dispersos” que nunca. Las agresivas acciones comerciales que llevan adelante todas las cadenas minoristas –y también muchos almacenes y autoservicios– explican en parte esta situación extrañamente paradójica.
Dos por uno o tres por dos; la segunda unidad al 80%; descuento del 15% en toda la compra por ser cliente preferencial; combo de dos productos con uno a mitad de precio; promo del 20% los miércoles en tal o cual categoría; bonificaciones si se paga con tal tarjeta, tal día de la semana… Y todo así.
¿Cuánto vale, en definitiva, un champú? ¿O el kilo de asado? ¿O un café instantáneo? ¿O el litro de cerveza? Valen lo que valen cuando los pagamos. Dificilísimo saberlo antes. Complejísimo comparar un precio con otro. Imposible saber si estamos pagando “regalado” algo o nos están “estafando” con otra cosa. Ya ni la calculadora del celular nos sirve.
Es cerrar los ojos, comprar y confiar en que, en la línea de caja (o cuando llegue el resumen de la tarjeta), el tsunami de descuentos que nos prometían en la góndola se termine de confirmar en el ticket. El mismo ticket que ni el último premio Nobel de Matemáticas es capaz de entender.
Góndolas con tres, cuatro o cinco precios para un mismo producto según cuántas unidades se compren y cómo se paguen. Y qué día de la semana sea. Y qué tarjeta tengamos en el bolsillo o la cartera. Y cómo estén alineados este mes Júpiter con Saturno…
Precios demasiado dispersos, consumidores cada vez más desorientados. Ni yendo de la mano con Lita de Lázzari nos podríamos poner de acuerdo sobre dónde conviene más comprar, por más que caminemos… y caminemos… y caminemos…