-¿Qué encontrás en el servicio?
-Es un ponerse al lado del otro, un estar presente, una “disponibilidad para” y una escucha de lo que el otro está necesitando. No lo que yo creo que el otro necesita, sino lo que el otro necesita. Por eso estar al servicio requiere esta capacidad de ver, de oír, de escuchar; de ver realmente qué es lo que el otro te pide o no.
-Sin esperar nada a cambio.
-El no esperar nada a cambio es parte de este servicio. Yo siempre digo que vamos con una carta debajo de la manga. Porque a veces esperamos el gracias o la mirada; son esas cartas que llevamos debajo de la manga. Hay que sacarlas y reconocerlas, porque también es parte de nuestra humanidad. Vamos al encuentro del otro con todo lo que somos: con nuestras luces, con todos nuestros dones y también con nuestras propias heridas. Entonces, en este no esperar nada a cambio lo que esperamos es el encuentro.
-¿Cuesta encontrar en este mundo de tanta vorágine, con todo el mundo ocupado, gente dispuesta a donar su tiempo?
-Vos sabes que no. Mirando las noticias o el mundo, diríamos eso, pero hay mucha gente, mucho más de lo que uno se imagina.

-Qué esperanzador que digas eso.
-Sí. Creo que todos llevamos el deseo de salir al encuentro del otro, algo que puedo hacer por este mundo. No puedo pasar por este mundo sin dejarlo un poquito mejor, sin dejar huellas, sin haber hecho algo por otros.
-¿Hay muchos que lo piensan así? ¿Es muy de argentino, de latinoamericano, de gente de fe?
-No, es muy de humano. Es de nuestra raíz más honda como ser humano, y de todas las culturas.

-Contame tu recorrido, ¿cómo llegaste hasta acá?
-Soy de Mendoza. Tengo una vida de fe, de creyente y me vengo a estudiar a Córdoba, pero con la experiencia de una llamada vocacional muy fuerte. Siempre con el tema del servicio a los más frágiles. Me impactaban, en el colegio donde iba había un hogar de nenas y el tema de la soledad, de la vulnerabilidad; siempre me impactó.
-¿Familia de fe? ¿Mamá y papá religiosos?
-Al principio no, pero después de un camino, sí. Mi abuela, muy religiosa, fue la que nos fue acompañando en la familia. Mi parte religiosa más que nada fue cuando estaba terminando el secundario.

-¿Coincidió con el despertar de tus padres?
-Ahí nos involucran a toda la familia. Somos cuatro hermanas.
-¿Y todas se engancharon en esa vivencia de fe?
-En distintos tiempos vitales.
-¿Y vos ahí sentiste tu vocación?
-Después de un caminar sentí que quería darme y quería entregarme. Fue un camino de consagración, siempre con esto de qué puedo hacer por el otro. El servicio es parte de mi vida; no lo puedo leer desde otro lado.
-Y fuiste hermana consagrada; o sea, hubo una vocación explícita por eso.
-Una vocación que la tengo; de hecho, soy consagrada.

-¿Estuviste en un convento?
-Estuve en un convento. Viste que cuando uno es chico, o al menos yo, pensás la vida como muy lineal: empezar acá y terminar allá. Y cuando uno va caminando la vida, te vas dando cuenta de que empiezo acá, pero después voy encontrando distintos recodos del camino… No es lineal.
-¿Y cuánto tiempo estuviste en el convento?
-En Córdoba empecé, pero estuve en Mendoza, en Buenos Aires, hice una experiencia misionera en Togo, estuve unos meses en Italia. En el instituto, estuve 20 años.
-Toda tu vida atravesada por el servicio.
-Pero desde distinto lugar.

-¿Y cuál fue ese recodo de la vida que te llevó a irte?
-La fidelidad, la fidelidad al llamado, a un modo de servicio. Una fidelidad a los más frágiles, a los más vulnerables. Y cuando vi que podía decir “agradezco lo vivido, pero sigo por este otro lado”.
-¿Y ahí te encontraste con Manos Abiertas?
-Como voluntaria, siempre me había llamado la atención. Había trabajado mucho con mujeres en situación de calle, en prostitución, y de hecho empecé en Manos Abiertas como voluntaria en uno de los equipos de Caminar de Nuevo, que es de mujeres con VIH.
-Hablame de la obra.
-Cada vez que hablo de Manos Abiertas, me apasiona, porque es algo grandioso. Y mirá que la llevo conociendo mucho, y la conozco también con sus luces y sus sombras. Acá en Córdoba tenés 12 lugares con gente de distintas realidades: hombres en situación de calle; personas con una enfermedad terminal; que no tienen casa; niños. El abanico es enorme.
-¿Cuántos voluntarios son parte de Manos Abiertas?
-A nivel nacional, somos más de 2.000. O sea, es pequeño y al mismo tiempo es enorme. Lo que se pide son tres horas a la semana… cuatro. Eso también es la belleza, porque el ser voluntario es parte de tu vida, parte de tu agenda, pero no te ocupa toda la vida. Es una parte, algo posible dentro de tu vivir cotidiano. Por eso también somos tantos. Por ejemplo, en Casa de la Bondad son obras 24 por 7, porque al enfermo no le das vacaciones, no le das domingos y necesita el cuidado constante de lunes a lunes. Tenemos distintas dimensiones solidarias. El trabajo con niños, el trabajo con personas en situación de soledad, acompañando a personas que están en la etapa final de su vida con una enfermedad terminal y que están solas y sin familia, sin recursos. En la parte educacional, tenemos escuela, una escuela en Los Gigantes y otra en Concordia, que es una escuela modelo y la sostienen los papás; no se cobra cuota.

-Ustedes ponen el acento en que hay que cuidar al frágil, pero también hay que cuidar al cuidador. ¿Cómo hacen eso?
-Se va aprendiendo. No hay una receta, pero para nosotros es muy importante la persona referente de voluntarios. Hay alguien que tiene la misión de cuidar a quien cuida. Y cuando comienza una obra, cuando comienza una delegación, esta figura vela por el corazón de los voluntarios. Alberto Hurtado, uno de los inspiradores, siempre decía: “Hay que hacer el bien, pero al bien no lo podemos hacer de cualquier manera. La improvisación siempre es mala”. O sea, hay que ir planificando. Cuando estás ante el dolor, tenés que ver cómo lo abordás. No podés llegar y no estar preparado al menos en lo básico. La buena voluntad es necesaria, pero no alcanza: necesitamos formarnos. La formación es el primer gesto de amor ante quien lo necesita. ¿Cuál es la psicología del niño que está viviendo esta situación de extrema vulnerabilidad donde experimenta la soledad, el abandono? ¿Cómo acompañar a alguien en una situación terminal de la vida? ¿Cómo ir acompañándolo para que haga el duelo? ¿Cómo acompañar a una mujer a la que le dicen tenés VIH? El voluntario necesita tener las herramientas para acompañar. Pero al mismo tiempo todos somos frágiles; necesitamos también ser acompañados.
-¿Y cómo lo hacen?
-Para nosotros, es muy importante el tema de la presencia, el estar presente y la escucha, el sentarte. Que el voluntario pueda también compartir lo que le pasa, poder abrirse, no asustarse de lo que siente, no asustarse del propio cansancio, porque hay un momento en que también el servicio cansa. Hay un momento en el que también estás esperando gratificación y no te viene, o la impotencia de no saber qué responder, cómo estar presente. ¿Qué hacés con esa impotencia? ¿Qué hacés con ese dolor? ¿Qué hacés ante la injusticia? Y quien acompaña no tiene las respuestas. Pero hay que crear el espacio para ver juntos cómo seguimos, hacia dónde caminamos, qué es lo que está experimentando el voluntario que le pone el cuerpo.
-¿Te pasó alguna vez de pensar en tirar la toalla?
-Sí, varias veces. Varias veces de decir “bueno, hasta acá llegamos, vamos a otra cosa, Cristina”. A veces el cansancio, el enojo, el palpar la fragilidad institucional o los límites… Pero siempre digo que cuando volvés la mirada nuevamente al que sufre, te reubica. Te reubica en lo que uno va sintiendo; no es que te para quitarle importancia a lo que uno experimenta, sino para ponerlo en su justo lugar. No negarlo: sacarlo. Es parte de nuestro caminar y nuestro ser humano, el cansarnos, el tocar puertas y que no se te abran.
-¿Cómo se sostiene la obra? ¿Con qué aportes?
-Hay algunos que aportan con tiempo, con el servicio, y otros que aportan económicamente. Es con el aporte de muchos; si no, sería insostenible.
-Imagino que quien se ofrece como voluntario asiste a una transformación profunda, en lo personal. ¿Cómo se vive eso?
-Cada uno va haciendo su propio proceso; es único. Tenemos áreas de cuidadores, de ropería; de secretaría. Creemos que es muy importante que la persona sepa a dónde va, a qué y qué tiempo le lleva. Una voluntaria de Casa de la Bondad estaba siempre en el área de cocina, preparando el desayuno un día a la semana. Y me cuenta que nunca se había animado a ir a las habitaciones pero luego se animó a caminarlas, y me cuenta lo que le había pasado en su interior, cómo fue la experiencia interna que se fue gestando a lo largo de dos años. Es decir, después de estar con un niño que está solo en el mundo, con alguien que ha perdido el trabajo y está en situación de calle o tiene fuertes problemas de adicciones, después de estar al lado del dolor del otro, la mirada de ambos se reubica, ¿no? No es posible permanecer igual. Por eso digo que hay mucha esperanza para este mundo, y no es desde una mirada ingenua o naif. Es estar en contacto con el dolor más crudo, de los más invisibles dentro de la sociedad, a los que no vemos en el apuro. Y este modelo de solidaridad es un modelo de encuentro. Porque tanto el voluntario como el otro, los dos, estamos heridos. Y en el encuentro quedamos sanos los dos. No es que uno le va a llevar la dignidad al otro.
-¿Cuán importante es la fe para esto? Esta entrega tan especial, ¿sólo es posible si se tiene fe?
-Lo que se requiere es una humanidad abierta. La mirada de fe ayuda, te da sensibilidad, sí. Pero está asentada en gestos humanos. Por eso no necesita fe. En Manos Abiertas siempre decimos que el requisito no es tener fe para ser solidario, para ir al encuentro del otro. El requisito es poder sentir con el otro, tener una mirada con el otro, saber compartir, empatizar, experimentar el latido y el dolor del otro. Si está eso, algo podés hacer. Dar una mano, aunque sea pequeño.
-No debe ser fácil ponerle el cuerpo, como voluntario, a acompañar a alguien las últimas horas de su vida.
-No es fácil, pero te asombra el voluntariado, te asombra la gente. Entrás y decís “mmm, yo no voy a ser capaz”. Pero después te vinculás con otros. Ya no es un alguien que se va a morir: es Juan, es Pedro, es Juanita, es María. Es la experiencia de una presencia cariñosa y llena de esperanza.
-¿Qué te queda pendiente por hacer, Cris?
-No me pongo pendientes; me gusta esto de abrirme a lo nuevo. Estoy terminando la carrera de psicología, porque siempre me gustó, pero nunca lo sentí como algo pendiente. Sí me planteo sueños pendientes, desde una mirada de creyente… Donde el espíritu me lleve, ¿no? Está todo el tema de los inmigrantes, este mundo ya sin fronteras donde vas viendo esta marea de inmigrantes…
-¿Te gustaría acompañar?
-Sí.
-¿Añoraste alguna vez el tener una pareja, hijos, una familia de las convencionales?
-Me acuerdo que de chica siempre soñaba una familia numerosa; 10 hijos, por lo menos. No sé si añorar, pero sí me ha atravesado la posibilidad de formar la propia familia, sí. Pero siempre he sentido esta disponibilidad más honda de estar para todos. Hay momentos en que la soledad te atraviesa, pero la siento como una compañera de camino, a la hermana soledad. Siempre digo que los padres de familia y las madres van a llegar primero al cielo, jaja. Disfruto verlos. Pero me siento muy llamada y muy contenta con esta opción de vida y la elijo cada día. Me siento elegida.
Ficha picante
María Cristina Martínez (58) nació en Mendoza y cuando terminaba el secundario tuvo un acercamiento vital a la fe religiosa. Cursó psicopedagogía e ingresó en Córdoba al Instituto Hijas de María Inmaculada, donde estuvo 20 años.
Hoy coordina a más de dos mil voluntarios en todo el país de la fundación Manos Abiertas y estudia psicología. Contacto: manosabiertas.org.ar