Asistimos en este tiempo a infancias a las que seguramente les faltó un borde, un límite.
Alguien que debió educar perdió la brújula y se desorientó, confundido entre tantas líneas y manuales de crianza, o por los avatares de la vida.
En realidad, los hijos son una construcción y es imposible no fallar, ya que es un aprendizaje permanente y todo aprendizaje incluye el error.
En esa construcción a puro amor y límite, se juega la historia de cada figura parental, que de manera inconsciente repetirá en la crianza de sus hijos lo por ellos vivido o lo transformarán en lo contrario.
Los niños nacen sin ética, sin moral, sin saber del bien y del mal, y en la educación que reciban se jugarán los valores que sostiene la familia y luego la escuela que elegirán.
La tentación es hablar de los límites, de la particular dificultad de los padres para el “No”.
Prefiero poner en primer plano el amor, la disposición amorosa para el encuentro con el hijo.
Porque antes del “No” debe haber un “Sí”; al encuentro; a la disposición amorosa para vincularse con un bebé que necesita imperiosamente de otro que lo sostenga en la vida, descifre su llanto y le done el tesoro del lenguaje.
Algunos padres eligen donar imágenes en vez de palabras.
Introducen las pantallas muy precozmente en la vida de los chicos cuando aún no hay pensamiento simbólico, ni estructura psíquica para metabolizar esa estimulación.
Sostengo que hoy existen problemas con los tiempos del amor.
Tercerizar la crianza de manera cada vez más precoz; llegar a casa colapsados de cansancio; cumplir con los mandatos sociales, estéticos, individuales, narcisísticos, resta tiempo o deja apenas un tiempo responsable (no gozoso) para la crianza.
Rituales perdidos o caóticos, rutinas difíciles de sostener, muchos discursos educativos simultáneos, producen niños confundidos entre el principio de placer y el de realidad; entre el querer y el deber.
Niños que no aceptan las diferencias porque los adultos se encargaron de desdibujarlas. Tiempos, espacios, temas, programas donde niños y adultos se confunden.
Padres ocupados y culposos que, en vez de enseñar, hacen las cosas por ellos, por lo cual los hijos no adquieren la necesaria autonomía responsable.
Cuando un niño llega a la escuela, no siempre está listo para adaptarse a un espacio, un tiempo, unas figuras distintas a lo familiar.
El guardapolvo o uniforme de alumno no garantiza que esté listo para aprender, que esté en posición de aprendiente.
¿Qué lo garantiza? ¿Que sea inteligente? ¿Que su cuerpo esté disponible para el aprendizaje?
Sabemos que hay inteligencias atrapadas, bloqueadas, inhibidas. El deseo de saber, la curiosidad acerca del mundo, es lo que sostiene la posición de alumno. No siempre dice “presente”.
La lectoescritura, la matemática y la ciencia encuentran a sujetos de inteligencias múltiples; deseosos o apáticos; rápidos o lentos; independientes o dependientes; maduros o inmaduros; socializados o aislados; tranquilos o agresivos; creativos o ecolálicos.
¿Es posible sostener el deseo de saber en las escuelas? ¿Es posible encenderlo?
Sí, es posible. A pura pasión. A puro deseo de enseñar. Y eso no se adquiere en el profesorado, en la capacitación. Ni depende de los años de experiencia. Está o no está.
Pero nos estamos ocupando de los niños sin borde. El docente como representante de la ley necesita limitar las violencias con límites claros, consensuados, sin dobles discursos. Reglamentos de convivencia armados con los alumnos y la presencia de adultos ejemplares, coherentes, respetuosos de la ley.
Se trata de recuperar los procesos simbólicos jaqueados por la ausencia o el déficit de la función familia y excesos de la cultura de la imagen.
Hacen falta docentes ordenados que soporten algo de desorden, porque ahí están ellos con sus múltiples formas de inteligencia y sus distintos modos de aprender.
Esperan que alguien, desde el amor y el límite, ponga una brújula en sus vidas.