Hoy, casi 1,2 millones de personas en Argentina cobran una pensión no contributiva por invalidez. En 2001 eran 76.000. En poco más de dos décadas, el sistema se multiplicó por 16: pasó de cubrir al 0,2 % de la población a más del 2,4 %. En algunas provincias del norte, estas pensiones alcanzan al 8 % de la población, y en ciertos municipios superan el 30 %.
No hubo una emergencia sanitaria ni un cambio demográfico que justifique ese crecimiento. Lo que muestran los números es un sistema que se expandió sin controles claros, con criterios que muchas veces respondieron más a decisiones políticas que a necesidades reales.
Ese manejo arbitrario tuvo consecuencias. Mientras algunos accedieron al beneficio sin cumplir los requisitos, muchas personas con discapacidad real quedaron fuera o con beneficios que no alcanzan. El resultado: un sistema costoso, desigual y que no siempre llega a quienes más lo necesitan.
¿Quién accede y cómo creció el sistema?
La pensión no contributiva por invalidez está pensada para personas con discapacidad que no tienen los aportes suficientes para jubilarse por invalidez y tampoco cuentan con ingresos, bienes o ayuda familiar que les permita mantenerse. Para pedirla, hay que presentar un Certificado Médico Oficial hecho por un hospital público (donde debe constar una incapacidad superior al 66%) y hacer el trámite en Anses.
A diferencia de otras prestaciones, esta pensión sí permite trabajar en blanco, ya sea como empleado o monotributista, siempre que los ingresos no superen ciertos límites.
En los últimos años, el sistema creció de forma rápida y muy desigual según la provincia. Mientras en la Ciudad de Buenos Aires hay 8 pensiones por cada 1.000 habitantes, en Chaco hay 86 por cada mil habitantes. En provincias como Tucumán, Salta o Catamarca, las tasas están entre 35 y 45.
Otro dato preocupante: en varias provincias del norte, hay más pensiones otorgadas que personas con Certificado Único de Discapacidad (CUD), que es otro documento oficial que valida esa condición. Esto sugiere que los mecanismos aplicados fueron muy permeables a las irregularidades.
Auditorías inconclusas, gestión limitada y un sistema bajo presión
Frente a indicios de irregularidades en el otorgamiento de pensiones por invalidez, resulta razonable que el Estado impulse auditorías para revisar el padrón. Estas instancias permiten corregir errores, prevenir abusos y asegurar que los recursos lleguen a quienes realmente los necesitan.
Sin embargo, la ejecución del proceso de revisión en 2024 enfrentó serias dificultades. La agencia encargada (Andis) implementó el plan con herramientas poco precisas: las citaciones se enviaron de forma masiva, sin priorizar casos según riesgo o antecedentes. Esto generó demoras, largas esperas en oficinas no preparadas para la demanda y, en algunos casos, la suspensión automática del beneficio sin una evaluación médica actualizada. Ante estos problemas, el operativo fue suspendido.
Como consecuencia, las pensiones otorgadas sin respaldo adecuado no fueron revisadas, y al mismo tiempo, personas con discapacidad real enfrentaron trámites engorrosos o interrupciones en sus ingresos sin una justificación clara.
El costo fiscal del sistema supera los mil millones de dólares anuales, pero más allá de lo económico, el impacto se siente en la confianza social. La falta de controles eficaces y procedimientos bien diseñados debilita la legitimidad del sistema y genera incertidumbre en quienes dependen de él.
El desafío no es solo financiero, sino también de gestión. Mejorar el uso de los recursos requiere no solo recortes, sino capacidades técnicas, planificación y herramientas adecuadas para aplicar las políticas con equidad y precisión.
La experiencia con la auditoría muestra que, si no se avanza en ese sentido, es difícil lograr resultados sostenibles. Y lo más preocupante es que, mientras tanto, quienes necesitan protección pueden seguir enfrentando obstáculos innecesarios, mientras otros siguen cobrando pensiones otorgadas de manera fraudulenta.
*Economista de Idesa.