Muy probablemente, en los últimos tiempos usted haya pasado por alguna de estas dos situaciones contrapuestas. O bien se autofelicitó hasta sentirse el o la mejor del universo por haber adquirido algo tiempo atrás que ahora cuesta mucho, muchísimo más. O, por el contrario, se sintió el o la peor del mundo por no haber decidido la compra de algún producto determinado que en ese momento le pareció caro y que hoy, poco después, está carísimo.
Así estamos en este país: con el humor económico pendiente de decisiones que quizá no nos cambian demasiado la vida, pero que pueden alegrarnos o arruinarnos un día casi sin pensarlo. Tal vez no haya que hacerse tanta mala sangre. No somos los únicos que nos ponemos nerviosos por esto: todos estamos igual. Y lo más probable es que pasemos por lo mismo no una, sino varias veces más.
Los precios están locos y nos ponen locos a nosotros. Nos cuesta ser racionales y nunca quedamos conformes. ¿Compro o no compro? ¿Espero? ¿Pongo la tarjeta y después veo cómo pago? ¿Meto cuotas y me banco el interés? ¿A cuánto está el dólar? ¿Volvió a subir? ¿Va a bajar? ¿Dejo la plata en el banco? Y, así, la mayoría de las veces tomar una decisión económica, por pequeña que sea, se convierte en algo desesperante.
Los mismos comerciantes no saben qué hacer. ¿Vendo o no vendo? ¿A qué precio? ¿Me va a alcanzar para reponer la mercadería? ¿Acepto que me paguen con tarjeta? ¿O todo de contado rabioso? Las calculadoras echan fuego. De un lado y otro del mostrador, las dudas son las mismas.
La inflación está detrás de nuestros ánimos alterados. Hace más de tres años –desde julio de 2020– que el índice de precios al consumidor (IPC) no baja del 2% mensual, y este año directamente se disparó, con registros todos los meses por arriba del 6%. En agosto y en septiembre ya se ubicó en dos dígitos. Así, todo se hace muy difícil.
Para colmo, estamos atravesados por un proceso electoral que parece eterno, y con propuestas que no terminan de convencer a nadie.
El que está en el Gobierno, no parece saber demasiado cómo frenar la escalada de los precios. Tiene hoy todos los resortes del Estado para hacer algo y, a juzgar por los resultados, no lo está logrando. Otra viene de una gestión que tampoco supo cómo hacerlo, ni siquiera tomando una deuda que es casi impagable y que todo lo condiciona. Y un tercero propone hacer volar todo por los aires, sin reparar en los severos daños derivados de encender la mecha y hacer que la bomba explote.
Al final del día, terminamos siempre conversando con la almohada, repasando si las decisiones económicas que tomamos estuvieron bien. O no. Estamos navegando arriba de un barco que cambia de rumbo a cada rato, en medio de una tempestad de aquellas. No sabemos si arriar las velas o meterle a fondo para adelante. Como sea, vamos a terminar empapados.
A dormir. Mañana será otro día y, a lo mejor –ojalá–, tengamos revancha…
