Recién ahora puede hablar sin que se le atraganten las palabras. Dice que lo extraña todo el tiempo. Mira una y otra vez las fotos que le sacó durante sus cortísimas ocho horas y media de vida. Tenía otras que alguien le tomó cuando ya había muerto, pero se las dio a la Justicia y las eliminó. No las quiso ver más. Sigue todavía sin entender cómo pudo haber pasado lo que pasó.
Ibrahim era de piel blanca, bien blanca. Pelo oscuro, bien oscuro. Ella dice que se parece a Santino, su nene más grande, que ahora tiene 11. A veces le suena más a Bautista, de 7. “Yo pensaba qué lindo, se van a llevar cuatro años cada uno”, dice Julieta Guardia, de 25 años. Su bebé es la tercera víctima fatal de la saga de asesinatos que ocurrieron en Córdoba entre marzo y junio de 2022 en el Neonatal, aunque el noveno si se tienen en cuenta los bebés que colapsaron de manera inexplicable pero no fallecieron.
Pero Julieta volvió con las manos vacías. Su tercer hijo, que nació a término de un parto natural “maravilloso”, según ella, murió en la tarde del 23 de mayo de 2022 en una sala común del hospital Neonatal de Córdoba.
Ese día tenía control de embarazo, estaba casi a término. Su tío la dejó a la puerta del Neo a eso de las 9 y siguió para trabajar. Se había hecho los controles en el dispensario de barrio Cerrito y luego siguió en el Neo. Su barrio es bravo. “No podés dejar ni la ropa colgada porque desaparece”, cuenta. Ahora se mudó a Argüello, al fondo del terreno de la casa de la suegra. Extraña un poco, pero dice que está más tranquila, que pocos saben ahí lo que le pasó y que, si saben, no le preguntan. “Yo soy muy reservada y todo esto me ha costado horrores”, confiesa.
La médica que la revisó la anotició: “Tenés seis de dilatación, pedí que te traigan las cosas”. Llamó a su mamá, Gloria, que se vino en colectivo. No había tenido dolores ni contracciones; ningún aviso previo. La pasaron a la sala de preparto y enseguida una médica dijo que se veía la cabecita. Estaba por alumbrar, así que la llevaron a la sala de parto. En el último pujo alcanzó a entrar su mamá, que la calmó porque el bebé demoró un instante en llorar (siempre a las mamás nos parecen minutos eternos) y le aseguró que todo estaba bien. En una esquina de la misma sala de parto, higienizaron a Ibrahim, que pesó 3,360 kilos. Estaba rozagante. “Era un angelito, era perfecto”, se acuerda ella.
A ella le tuvieron que hacer puntos y luego la llevaron a la sala de recuperación en silla de ruedas, con su mamá atrás. Al bebé lo trajeron después, ya cambiado. Ella lo prende al pecho. Lo mira. Mucho lo mira.
Ingresa una enfermera y le avisa a Gloria que un menor la buscaba en la puerta. Gloria tiene 45 años y, entonces, un hijo de 11 y otro de 6. Ahora fue mamá de nuevo. Bajó a buscarlo y una enfermera le pide el bebé a Julieta: le dice que tiene que hacerle un chequeo de nuevo. A ella le llamó la atención, pero justo ingresó el almuerzo y le dio el bebé. Al rato vuelve la misma enfermera con Ibrahim llorando y le recomienda que lo prenda al pecho. Hace eso, se dormita, pero se vuelve a despertar llorando.
Cuando la fueron a buscar dos oficiales a su casa y la llevaron a declarar a la Central de Policía, le pidieron que describiera a esa enfermera. “Me acuerdo perfecto: era baja, algo gordita, con tez blanca y pelo oscuro algo enrulado, y un lunar arriba de los labios, no me acuerdo de si a la derecha o a la izquierda, con cejas gruesas y negras”, dijo. Esa descripción coincide con Brenda Agüero, la imputada como autora de cinco homicidios en la maternidad más relevante de la provincia.
A eso de las 13.30 del 23 de mayo, la llevaron a una sala común. Su mamá se fue con ella, a la enfermera no la vio más. Con las horas, Julieta fue notando que el bebé se apagaba. Dormía, como hace la mayoría de los recién nacidos. A la abuela le pareció que las manitos estaban moradas: lo taparon. Gloria se fue a eso de las 18.30. Había otra mamá en la habitación, con una nena, pero Julieta dice que no hablaron mucho.
Julieta lo desnudó por completo y le puso ropa limpia por completo. “Yo no le vi nada raro, pero tampoco es que lo examiné buscando algo”, dice. “Le dí el pecho, le hice provechito y me fui a bañar. Lo puse en la cuna y dejé entreabierta la puerta del baño, porque yo presentía algo raro”, confiesa hoy, dos años y medio después del episodio que le cambió la vida para siempre.
“Me metí dos segundos al baño y salí, te lo juro que lo presentí, había algo raro. Cuando vuelvo, lo muevo y estaba todo morado; estaba muerto ya”, recuerda.
Lo que siguió fueron gritos desesperados al pasillo, de ella y de la otra mamá que compartía habitación. Una enfermera se lo llevó, ella deambulaba buscando información, hasta que vino una señora alta de pelo canoso que se presentó como la directora del hospital. La llevó a una sala y le explicó que Ibrahim había fallecido. “Paro cardiorrespiratorio”, me dijo. “Yo le preguntaba cómo podía ser que hubiera fallecido de la nada y me decía que puede pasar que se haya ahogado y yo pensé que le había dado el pecho, pero cómo podía ser si le había hecho provechito”, cuenta.
Empezó a gritar. Se acuerda de que quería romper todo y de que no soportaba escuchar los llantos de bebés ajenos, estallando de la vida que el suyo ya no tenía. Se fue al parque de la Maternidad y una médica se le acercó llorando: “Me dijo que lo sentía mucho, pero que le hiciera la autopsia”. No se acuerda de su cara, tenía barbijo, pelo color chocolate con reflejos. “Yo no quise, porque la directora me había dicho que si le hacían el estudio, lo iban a abrir todo y no quise eso”, cuenta.
Tres días estuvo el cuerpo en el “Neo”. Dos veces lo pudo alzar, estaba en la incubadora todavía. “Estaba tibio todavía, lo pude tocar, pero tenía las manos moradas. La tercera vez ya lo vi en la Morgue, estaba helado. Ahí caí, fue peor. Lo tuve 45 minutos hasta que mi mamá vino y me dijo que lo dejara ir, que ya no estaba”, cuenta.
Julieta por el momento no piensa en otro hijo. “Quiero, pero a la vez no, tengo miedo de que me pase de nuevo. Me voy a preparar primero”, dice. Está en pareja con Gabriel, el papá de Ibrahim. Confiesa que le gustaría casarse. Repasa estos casi tres años como si toda esta tragedia le hubiera pasado a otra persona. “Yo todavía no puedo creer esto, hasta hace poco no podía soltar”, cuenta.
El dolor más grande fue volver a la casa sin Ibrahim. Los chicos lo habían visto por videollamada, no sabían bien lo que había pasado. “Estaba sin nada, llena de puntos. Le pedí a mi mamá que se llevara toda la ropa. Lo único con lo que me quedé fue con un peluche de un osito que tenía alas”, cuenta.
Cuando los policías la fueron a buscar, tres meses después, ella no tenía idea de lo que pasaba. No había escuchado las noticias. “Es por las muertes de bebés en el ‘Neo’”, le dijeron. Cero tacto. Hasta que hilvanó lo que pasaba, atinó a preguntar: “¿Ustedes me están diciendo que esta persona mató a mi bebé?”. Estaba sola, sin nadie. Extrañaba horrores a su abuela, que había fallecido un mes antes de la tragedia de Ibrahim.
Otra vez la fueron a buscar y la llevaron al Panal. Ahí fue con su mamá, le tocó sentarse al lado del gobernador Juan Schiaretti. Las madres se quejaron de que no había algodón, de que los policías fumaban adentro, de que no había cámaras en el hospital, de que el agua del baño rebalsaba. Pedían explicaciones por sus bebés. Ella no pudo hablar y, a la salida, huyó de los periodistas. Desde entonces, está bajo tratamiento. La acompañan Alicia, del Ministerio de la Mujer, y Mabel, su psicóloga.
Hoy dice que a Brenda le quiere preguntar por qué. “No la insultaría, pero le preguntaría por qué tuvo la osadía de hacerles esto a los bebés. A lo mejor no tiene respuesta. Sé que no va a responder, es una psicópata”, describe.
