Urbanista, docente y referente en políticas territoriales, Eduardo Reese se suma al cuerpo académico de la nueva Maestría en Nuevo Urbanismo y Gobernanza de la Ciudad que lanza la Universidad Blas Pascal.
En esta entrevista, analiza el impacto del cambio climático sobre las ciudades, los conflictos entre política, mercado y territorio, y las contradicciones del desarrollo urbano en la Argentina.
–¿Qué transformaciones ha generado el cambio climático en la enseñanza y en la práctica del urbanismo?
–El cambio climático y los eventos extremos están generando un cambio de paradigma muy importante que se percibe desde hace ya varios años, tanto en la enseñanza como en la gestión territorial. Esta transformación se da en un contexto de disputa: por un lado, sectores que toman muy en serio estos desafíos y repiensan la práctica del urbanismo; por otro, sectores que niegan o minimizan el problema porque priorizan la lógica del mercado inmobiliario. Toda política de sostenibilidad implica mayores regulaciones en el uso del suelo y en los patrones de crecimiento de las ciudades, lo cual choca con ciertos intereses económicos. En ese sentido, la no aprobación de la Ley de Humedales es una evidencia clara de esta disputa.
–Los funcionarios responsables de autorizar loteos y expandir la mancha urbana, ¿tienen conciencia de su impacto?
–Depende mucho de cada gestión. No se pueden hacer generalizaciones. Hay municipios, sobre todo en la Patagonia y en la provincia de Buenos Aires, que en distintos momentos se han tomado en serio estas cuestiones. Pero esas posturas no son estables. Un mismo municipio puede tener un periodo de fuerte conciencia ambiental y luego, por presión del mercado, expandirse de forma desmedida. Todo depende del perfil de los funcionarios y del momento político. No es lo mismo San Martín de los Andes en una gestión que en otra. Lo mismo ocurre en municipios costeros que proclaman discursos ambientalistas mientras habilitan countries de cientos de hectáreas dentro de reservas naturales reconocidas por la Unesco.
–¿No sería mejor que este tipo de decisiones quedaran en manos de equipos técnicos?
–En varios países existe un debate político-técnico muy intenso y necesario. Los mejores resultados surgen de esa síntesis. No todos los técnicos tienen una mirada de protección ambiental ni todos los políticos son depredadores. La situación es más compleja. En Argentina, sin embargo, predomina una lógica extremadamente presidencialista. Las decisiones dependen en exceso del titular del Ejecutivo, con escasa participación de los cuerpos legislativos y con poco respeto por el debate público. Es una característica dominante, que también se repite en buena parte de América Latina.
–En países como Australia, se elige a los concejales, pero el Ejecutivo es técnico. ¿Ese modelo ofrece mejores resultados?
–Es un sistema que busca equilibrar técnica y política. En democracias más legislativas, como la francesa, sucede algo similar: muchos cargos técnicos ocupan lugares clave en el proceso de decisiones y los políticos electos integran los cuerpos deliberativos. Esa es una diferencia significativa con nuestras democracias. Pero también hay que decir que modelos presidencialistas, como el de Estados Unidos, muestran sus propios límites. Basta ver cómo una sola persona puede imponer aranceles, modificarlos al día siguiente y generar caos económico global.
–¿Cómo se salda la tensión entre frenar la expansión urbana para proteger el ambiente y, a la vez, evitar que aumenten los precios del suelo dentro de los ejidos urbanos?
–Se necesita un conjunto amplio de medidas. Pero lo más urgente es desmontar la idea de que cuidar el ambiente va en contra del desarrollo. No es así. Va en contra de un tipo de desarrollo depredador. Un ejemplo actual es la torre de 35 pisos que se pretende construir en Mar del Plata, en un barrio de casas bajas frente a un sitio patrimonial. Ese tipo de intervención produce sombras sobre el mar, altera los vientos costeros, genera remolinos, insalubridad urbana e impactos ambientales graves. Sin embargo, se presenta como sinónimo de “progreso”. Ese debate está muy mal planteado. Y también es responsabilidad de los técnicos no haber construido mejores argumentaciones contra esa narrativa falaz.
–Programas como el Procrear, pensados desde el Estado para facilitar el acceso a la vivienda, promovieron la expansión urbana. El caso de Córdoba es ilustrativo. Muchas veces los créditos terminan orientándose hacia lotes más baratos en zonas alejadas del centro, como las Sierras Chicas...
–Hay un divorcio absoluto entre la política habitacional, la urbanística y la ambiental. Esa desconexión explica muchos errores. Programas bien intencionados, como el Procrear o los planes Fonavi, priorizaron construir “más casitas” sin atender a dónde se construían ni a qué condiciones urbanas y ambientales se generaban. Por eso es clave que las políticas se articulen. No puede ser que cada área del Estado actúe por separado y decida lo que le parece. En materia territorial, esa descoordinación es extremadamente perjudicial.
–Faltan instrumentos para facilitar el acceso a viviendas en barrios consolidados...
–Sí. Muchas casas quedan vacías porque no existen herramientas que permitan comprarlas. Mientras tanto, se sigue promoviendo la construcción en zonas alejadas. Es una paradoja que muestra, otra vez, el divorcio entre políticas. Y es una deuda pendiente del Estado.
–¿Cómo se garantiza la participación ciudadana en estas decisiones?
–Ese es otro punto crítico. En la mayoría de las decisiones urbanas no hay consulta real a la población. En muchos países, la participación es obligatoria por ley. Acá, en cambio, las audiencias públicas muchas veces se convierten en un trámite formal. Cambiar una línea de colectivos, autorizar un desarrollo urbano o modificar una normativa puede alterar la vida de un barrio entero. Sin embargo, esas decisiones se toman desde un escritorio, sin pisar el territorio ni dialogar con quienes lo habitan.
–¿Es posible cambiar esta lógica?
–Sí. Se puede hacer mejor política. No es fácil, pero tampoco es imposible. Hay que desmontar estructuras arraigadas, como el clientelismo, los punteros, la concentración de decisiones. Y también es clave fortalecer las organizaciones barriales, los centros vecinales, los espacios de participación ciudadana real. El problema es estructural, pero hay caminos para revertirlo.