Alicia, de 62 años (nombre ficticio, para preservar su identidad), llegó al hospital con dolores abdominales persistentes. Tras varios estudios, el equipo médico le informó que necesitaba una cirugía “de rutina” para extirpar una parte del colon. Apenada y algo confundida, firmó un formulario extenso que no logró comprender del todo.
Días después, su hija descubrió que durante la operación se habían tomado decisiones no discutidas previamente, como la extirpación de un ovario aparentemente sano. “Lo firmó, pero nunca supo que eso podía pasar”, afirmó indignada. ¿Fue realmente un consentimiento informado, o sólo una firma vacía?
Qué es el consentimiento informado
El consentimiento informado es uno de los pilares fundamentales de la relación médico-paciente en la medicina moderna. Representa no sólo un acto legal, sino también un proceso ético que garantiza el respeto a la autonomía del paciente.
Sin embargo, en la práctica diaria, ese consentimiento muchas veces se reduce a un trámite administrativo: un formulario firmado antes de una intervención médica, sin asegurarse de que el paciente haya comprendido verdaderamente lo que autoriza.
Desde la bioética, el consentimiento informado no es simplemente “informar” y “consentir”. Involucra cuatro elementos esenciales: competencia del paciente, información suficiente, comprensión de esa información y voluntariedad en la decisión.
Si cualquiera de estos elementos falla, el proceso se ve comprometido. El caso de Alicia pone en duda al menos tres de estos pilares: ¿recibió información suficiente?, ¿la comprendió?, ¿decidió libremente?
Autonomía vs. paternalismo
La bioética contemporánea, a partir de la década de 1970, se ha centrado en el principio de autonomía: el derecho de las personas a tomar decisiones sobre su propio cuerpo y salud.
Pero en muchos contextos médicos, especialmente en sistemas de salud sobrecargados o en culturas en las que predomina una visión paternalista del rol médico, este principio choca con la práctica cotidiana.
Muchas veces los profesionales médicos deciden qué información dar y cuál no, creyendo que protegen al paciente del estrés o la ansiedad. Pero lo que hacen, en realidad, es quitarle la posibilidad de decidir con libertad.
En la historia clínica de Alicia, el formulario firmado sí mencionaba la posibilidad de extirpar “órganos adyacentes si se considera necesario”, pero esta cláusula general no fue explicada verbalmente ni se discutió si ella lo deseaba. ¿Puede considerarse válido un consentimiento si se basa en cláusulas vagas que el paciente no comprende?
Comunicación: el eslabón más débil
En numerosos estudios realizados en hospitales de América Latina, se observa que un alto porcentaje de pacientes no recuerda con claridad qué se les explicó antes de una cirugía o tratamiento invasivo. En muchos casos, las conversaciones previas duran menos de 10 minutos, se utiliza un lenguaje técnico, y rara vez se evalúa si el paciente ha comprendido.
El consentimiento informado, en ese contexto, se vuelve un simulacro. Se protege la institución, pero no se respeta a la persona. Firmar un papel no equivale a haber sido informado, en realidad es como decir que alguien votó libremente sólo porque metió un sobre en la urna, sin saber qué había adentro.
Además, existe una desigualdad estructural en la relación médico-paciente: diferencias de saber, de lenguaje, de poder. En contextos de vulnerabilidad, como la edad avanzada, el nivel educativo bajo o el miedo frente a una enfermedad grave, esas asimetrías se agrandan. Por eso, la bioética insiste en que no basta con informar: hay que asegurarse de que el paciente entienda.
¿Y si el paciente no quiere saber?
Un argumento frecuente de muchos profesionales de la salud es que algunos pacientes no desean recibir todos los detalles, que prefieren que el médico decida. Es cierto: el derecho a la autonomía también incluye el derecho a delegar. Pero incluso eso debe ser fruto de una elección consciente. La frase “usted haga lo que tenga que hacer, doctor” sólo tiene validez ética si el paciente entendió primero qué está en juego.
El consentimiento informado también enfrenta desafíos en situaciones de urgencia, en pacientes inconscientes o con deterioro cognitivo. En esos casos, el principio de beneficencia –hacer lo mejor para el paciente– suele primar. Pero fuera de esos escenarios excepcionales, el respeto por la voluntad del paciente debe ser el norte.
¿Qué se puede hacer?
No todo está perdido. En distintas partes del mundo se están promoviendo modelos de comunicación más empáticos, centrados en el paciente. Algunas instituciones incorporan figuras como “facilitadores del consentimiento”, profesionales que explican los procedimientos en lenguaje claro y evalúan si el paciente entendió. También se impulsan herramientas audiovisuales, videos cortos y esquemas visuales que mejoran la comprensión.
Más allá de las herramientas, lo fundamental es el cambio de actitud: ver al paciente como un sujeto activo, no como un receptor pasivo. Recuperar el espíritu de la medicina como un encuentro humano, donde se toma el tiempo para escuchar, explicar y acompañar.
Cuando informamos bien, no sólo evitamos conflictos legales. Generamos confianza, fortalecemos la relación terapéutica, y ayudamos a que las decisiones sean realmente compartidas.
Cerrar la brecha ética
El consentimiento informado es mucho más que un formulario. Es un puente entre dos mundos: el del saber médico y el de la experiencia del paciente. Es un acto de respeto y un compromiso ético.
Casos como el de Alicia nos recuerdan que, si no cerramos esa brecha entre lo que se firma y lo que se entiende, seguiremos repitiendo prácticas que vulneran derechos en lugar de protegerlos.
Porque al final, la verdadera pregunta no es si el paciente firmó, sino si realmente eligió.
*Abogada, especializada en bioética. Integrante de comité de bioética del Incucai.