En agosto se celebra el Día de las Infancias, de la Niñez o del Niño. Discusiones semánticas que no logran opacar lo que en esencia hay que celebrar: una etapa de la vida fundante, cimiento de todo lo que después vendrá.
Sin embargo, hace mucho tiempo que se viene hablando de infancias en riesgo, y algunos anuncian el fin del siglo del niño.
En un intento por superar esas miradas apocalípticas, y a sabiendas de que muchísimos niños están viviendo en plenitud esa etapa, no podemos dejar de considerar lo que nos preocupa.
Niños ilimitados, desbordados, que desafían toda autoridad, con autonomías anticipadas que los llevan a decidir sobre su cotidianeidad sin saber lo que es bueno y saludable para ellos.
Niños que viven como adultos en miniatura, trabajan, cuidan de sus hermanos, o semejantes a adultos de agenda completa, llenos de actividades no siempre elegidas de acuerdo con sus deseos.
Niños no felices, que poco a poco han perdido los lugares constitutivos de socialización (vereda, plaza, canchita), lo que merma sus posibilidades de juego con pares (verdadero fabricante de amigos) y de un uso del cuerpo al servicio de la ficción, de la simbolización.
Niños solos, dejados “a la buena” de las pantallas, atravesados por imágenes y temáticas que los conectan con realidades que no pueden metabolizar: guerras, secuestros, atentados, pornografía, abusos.
Niños fascinados por la cultura de la imagen, capturados por las pantallas, pasivos frente al guion o el juego armado por otro, sin ficcionar, sin crear, sin simbolizar.
Niños resistentes a la escolaridad, al esfuerzo de aprender a leer y a escribir, y sin encontrarle sentido a la escuela.
Niños cuyo destino educativo está anticipado por su origen social. No nacen con dificultades, pero la marginalidad en la que crecen, las condiciones de pobreza extrema o indigencia, los sitúan en inferioridad de condiciones para aprender. Asistidos en la escuela común (que tiene que ocuparse primero del hambre), fracasan y terminan siendo alojados en la escuela especial o desertan.
Son los “débiles sociales”, matriculados en una escuela que no es para ellos. No nacieron con un techo intelectual, pero les faltó un buen techo. No nacieron sin apetito por el conocimiento, pero se les mató el hambre real.
Si no hay un debate a fondo sobre este tema, la deserción escolar aumentará en la misma proporción en que aumenta la pobreza.
Acompañar el crecimiento
En este mes en el que se celebran las infancias, es oportuno recordar lo que un niño necesita para una vida saludable.
Un niño no crece sano si le falta un contexto de amor y de límites (en ese orden). Un amor que requiere presencia gozosa, disponibilidad para acompañar el crecimiento.
El límite es de estructura, porque nacemos en una cultura donde no está todo permitido. La ley nos ordena, y gracias a eso podemos ser responsablemente libres.
Un niño no crece sano si no hay lugar para sus preguntas, a que los famosos “por qué” se desplieguen frente a adultos que, posicionados como no sabiéndolo todo, los dejen inaugurar sus propias búsquedas.
Un niño no crece sano si no tiene lugar para su palabra, si no se lo deja expresar, opinar, hablar de sus deseos, de sus miedos, de sus fantasías, de sus sueños. Crear un espacio donde se pueda dialogar sobre temas que exceden el desempeño escolar.
Un niño no crece sano si no está incluido en una escuela a su medida. Un colegio que sus padres elijan a sabiendas del proyecto pedagógico, confiando en él, acompañando, sosteniendo, apoyando al docente, aunque haya dificultades que obviamente serán tratadas entre adultos, con madurez y responsabilidad.
Un niño no crece sano si se terceriza la crianza en las pantallas sin control, sin filtros, sin límites, como si ellas pudieran educar y trasmitir valores.
Podríamos seguir enumerando necesidades, pero si hacemos un forzado reduccionismo, diremos que un niño crece sano si es amado, limitado, si juega con otros lo suficiente y si los adultos que lo rodean lo miran como valioso, lo abrazan sin asfixiarlo y le muestran los mejores mundos posibles.